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En Primera LíneaJavier Junceda

Civilización

Está claro que no hemos sabido arrancar de cuajo tanta maleza que afea la verde pradera de nuestra imponente civilización

Las malas hierbas suelen tener raíces muy profundas. Solo pueden extirparse enteras, por el riesgo de que sigan haciendo daño. Tienen enorme capacidad de dispersión, gran persistencia y no producen beneficio alguno. Cuanto más pronto se intervenga en ellas más controlado estará el problema, aunque muchas veces no se eliminará ni con herbicidas.

Algo así sucede con las constantes revisiones que se operan en la actualidad sobre conceptos elementales que nuestras sociedades habían considerado pacíficos e inexplicablemente vuelven a la palestra. Son innumerables los males que creíamos erradicados y ahora rebrotan como ortigas. No pocos habían sido objeto de experiencias trágicas de las que aún humean sus rescoldos. Y la mayoría fueron objeto de un amplio consenso moral acerca de su necesaria superación colectiva, llevándolos a los códigos legales de la práctica totalidad de naciones.

Tener que repetir la historia es la condena de aquellos pueblos que la olvidan, sentenció Santayana. Y vivimos en tiempos de completa amnesia no ya del pasado más o menos remoto, sino del de hace una semana. La sucesión constante de sorpresas o acontecimientos que se salen de lo normal impide ocuparse de las experiencias del ayer, dejando que se cuelen por la ventana de Overton extravagancias sencillamente delirantes y que cursan cuando menos te lo esperas hacia ese papel que lo aguanta todo del Boletín Oficial, obligándonos a pasar por ellas.

Esas ocurrencias defendidas ahora con verbo iracundo y apariencia de rutilante primicia no son más que viejas fatalidades ya vividas, aunque envueltas en nuevos celofanes. Si tuviéramos una mínima memoria, las rechazaríamos de inmediato, apelando precisamente a los estragos que produjeron en su día. Pero eso resulta imposible hoy, como consecuencia de la sucesión neurótica de filfas y cortinas de humo lanzadas para confundir al personal.

Paula Andrade

Lewis Henry Morgan, uno de los padres de la antropología moderna, dejó escrito a finales del diecinueve que el salvajismo precedió a la barbarie y esta a la civilización, porque «la historia de la humanidad es una en origen, en experiencia y en progreso». Esas tres etapas en nuestra evolución, consecuencia natural de aplicar el método de prueba y error desde que el mundo es mundo, parecen sin embargo querer darse la mano en la actualidad, retrocediendo a unas y otras fases desde la cima cultural que en teoría hemos conseguido alcanzar.

En asuntos vinculados a la familia, por ejemplo, Morgan describe con todo lujo de detalles el modelo monógamo civilizado, oponiéndolo al bárbaro dominado por uniones temporales de unos con otros sin necesidad de cohabitación en exclusividad, o al salvaje presidido por relaciones comunales sin mayor orden ni concierto, típicas del reino animal, incluso entre personas emparentadas por lazos de sangre.

En materia de propiedad, recuerda el etnólogo neoyorquino que en el salvajismo apenas existían las posesiones y se limitaban a las de escaso valor: utensilios y armas rudimentarias. Con la barbarie, se incrementarían y aparecería ya la herencia, surgiendo la titularidad de la tierra a través del desarrollo de la agricultura. Y a medida que la sociedad fue haciéndose más compleja, como resultado de los avances técnicos, aumentaron la cantidad y variedad de los bienes, hasta llegar a la institucionalidad de su blindaje jurídico, proscribiendo su privación arbitraria y regulando su función social, que nunca podría tener naturaleza confiscatoria.

Leyendo estas nociones clásicas y poniéndolas en contraste con ciertas propuestas que monopolizan el debate ciudadano y se extienden por Occidente, cabe cuestionarse si del estadio civilizado estamos regresando a marchas forzadas al bárbaro o al salvaje. Y lo peor es que esa tosca involución se nos vende como un dechado de virtudes con toques vanguardistas, cuando no son más que desvaríos recios que nos devuelven al pleistoceno y que protagonizan a diario esa colección de ignaros con ínfulas que no saben lo que es la vergüenza ajena ni la propia.

Lo que está claro es que no hemos sabido arrancar de cuajo tanta maleza que afea la verde pradera de nuestra imponente civilización. Continuamos asistiendo atónitos a proposiciones que no solo desafían lo más básico, sino que son abrazadas por muchos como lo más acertado, tal vez porque ansían retornar a la Edad de Piedra. O porque sigue creciendo de forma imparable el número de mastuerzos.

  • Javier Junceda es jurista y escritor