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En primera líneaJavier Rupérez

Finlandia en la OTAN

La frontera finlandesa que en el sur le separa de la Federación Rusa está hoy mucho mas cerca de la capital, Helsinki, y mucho más lejos de San Petersburgo, de lo que había conocido antes de 1939. No hace falta señalar que el movimiento de tierras favoreció ampliamente los intereses ayer soviéticos y hoy rusos

El Acta Final de Helsinki fue firmada el 1 de agosto de 1975 en la capital finlandesa por los jefes de estado y de gobierno de los treinta y cinco estados que habían participado en la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa. La CSCE, según las siglas, había comenzado sus preámbulos también en la capital finlandesa en noviembre de 1972. La compleja y prolongada negociación del texto había tenido lugar en la ciudad suiza de Ginebra entre septiembre de 1972 y junio de 1975. No era casualidad que dos estados conocidos por su neutralidad, Finlandia y la Confederación Helvética, hubieran albergado el proceso de acercamiento entre el Este y el Oeste y los correspondientes dos bloques, dirigidos por sus respectivos lideres, la Unión Soviética y los Estados Unidos de América. Finlandeses y suizos ofrecieron sus mejores servicios al respecto haciendo valer su condición y virtud de sujetos equidistantes en el proceso. Ambos obtenían con ello un buscado aumento de su credibilidad, y también de su notoriedad. Bien que las raíces de su condición neutral fueran algo diferentes.

Esa larga historia confederal, de la que con razón los suizos presumen, fue la base sobre la que Suiza evitó la participación en ninguna de las conflagraciones bélicas que alteraron el continente europeo durante los siglos XIX y XX. E incluso el fundamento por el que los suizos supieron evitar las tentaciones del Reich hitleriano para invadir el pais en el curso de la II Guerra Mundial. Mientras que Finlandia, que había sido originariamente sueca y desde 1819 hasta 1941 parte del Imperio Ruso, a punto estuvo de perder su integridad territorial y su independencia política a manos de los ejércitos soviéticos durante la II Guerra Mundial. Fue precisamente la ayuda de las tropas hitlerianas las que impidieron que Stalin llegara hasta donde pretendía, la costa occidental del país. No sin algún precio: la frontera finlandesa que en el sur le separa de la Federación Rusa está hoy mucho mas cerca de la capital, Helsinki, y mucho más lejos de San Petersburgo, de lo que había conocido antes de 1939. No hace falta señalar que el movimiento de tierras favoreció ampliamente los intereses ayer soviéticos y hoy rusos. Quizás quepa recordar que esa proximidad con los ejércitos nazis estuvo en la razón por la que Finlandia fue uno de los dos países europeos privados de la percepción de los copiosos fondos que el Plan Marshall vertió sobre los maltratados territorios de la Europa doliente. El otro, por cierto, y seguramente por las mismas razones, fue España. Como es bien sabido, la historia helvética, en un contexto geopolítico bien diferente, supo y pudo recorrer bien temprano sendas alternativas, albergando a la Sociedad de las Naciones nacida tras la I Guerra Mundial para después tornarse en domicilio abundante y siempre respetado de todo tipo de organizaciones internacionales. Empezando naturalmente por muchos de los organismos técnicos, económicos y sociales de las Naciones Unidas.

La Finlandia de 1945, por el contrario, debía hacer frente a retos onerosos. De un lado, mantener un mínimo de libertad ciudadana en una sociedad ya iniciada en el respeto a las normas elementales de lo que ya se percibía como democracia. De otro, hacerlo en la vecindad del poderoso y poco respetable vecino del Este con el que compartía, y sigue compartiendo, una frontera común de 1340 kilómetros, que no cejaba en hacer saber al de la contigüidad territorial cuáles eran sus exigencias y deseos. Y también cuál sería el precio a pagar en el caso de que no fueran respetados. Esa complejidad de exigencias desembocó en la composición de un país activamente respetuoso en las exigencias nacionales de la democracia y extremadamente cuidadoso para conducir su política exterior de forma y manera en que Moscú no encontrara en ella queja a expresar o correctivo a imponer. Eso era la Finlandia neutral.

Esa fue la Finlandia neutral que se apresuró a ofrecer sus servicios a la URSS cuando los dirigentes marxistas leninistas en los años sesenta del siglo XX predicaban la feliz excelencia que traería para Europa y para el mundo la convocatoria de una conferencia sobre la paz y la seguridad que los países occidentales decían no necesitar. Fue esa Finlandia, la del bien recordado Presidente Kekkonen, la que hizo valer su neutralidad para albergar lo que juego seria la CSCE. Y no tanto, o no solo, porque creyera o buscara sus resultados sino porque al hacerlo se colocaba en el justo medio en el que la URSS perdería la razón si osara atentar contra la independencia política o de nuevo contra la integridad territorial del país báltico. Finlandia, en esa óptica, no era otra cosa que el portaestandarte de la neutralidad. Aunque en alguna precisa ocasión, como la derivada de la firma y ratificación de la Convención de Ottawa prohibiendo el despliegue y la utilización de minas antipersonales, que había entrado en vigor en 1999, el gobierno finlandés hubiera querido buscar amparo en un sistema barato para proteger los 1.300 kilómetros de frontera con los soviéticos, o con los rusos, que a la postre lo mismo daba. Pero incluso esa comprensible inclinación fue descartada cuando el país firmó la Convención en 2011. Finlandia seguía siendo la intachable nación neutral.

Si alguno de los participantes en las negociaciones conducentes al Acta Final de Helsinki hubiera osado pensar o decir que esa Finlandia acabaría siendo miembros de la OTAN, renunciando a su calidad de país neutral, habría sido calificado de peligroso perturbado. Hoy Finlandia ya pertenece a la Alianza Atlántica. No hace falta elucubrar mucho al respecto: los finlandeses, como anteriormente todos los que fueron miembros del Pacto de Varsovia y algunos que fueran repúblicas integrantes de la URSS, guardan un abiertamente confesado espanto ante las costumbres de la que Putin considera la Santa Rusia. Y como tantas otras sociedades libres tienen derecho a proclamarlo y a procurar protegerse de ello. Porque, como el primer principio del Acta Final de Helsinki afirma, «los Estados participantes tienen el derecho de participar o no participar en tratados de alianza».

Otro día, en el mismo contexto, habrá que hablar de Suecia y de su similar inclinación atlantista. ¿A qué juega el turco Erdogan cundo pretende impedirlo?

  • Javier Rupérez es embajador de España