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en primera líneaMiquel Porta Perales

El supremacismo catalán que no cesa

El complejo de superioridad del nacionalismo catalán no es sino la manifestación de un nacionalismo populista de 'estrema destra' marcado por el narcisismo primario, la afirmación heráldica, el etnicismo y el etnolingüismo de bajo vuelo

Y en eso que TV3, en un programa autocalificado de humor, arremete –desconsideración, grosería y sevicia– contra la Virgen del Rocío, las saetas y el acento andaluz. Claro que hay que asumir la libertad de expresión. Como hay que asumir también el respeto a las personas y las creencias. Vale decir que, en el caso que nos ocupa, no se trata de la libertad de expresión, sino del supremacismo que no cesa del nacionalismo catalán. El discurso de la parodia de la Virgen del Rocío y de los andaluces responde a la más genuina tradición xenófoba, chovinista y supremacista de los clásicos, antiguos y modernos, del pensamiento del nacionalismo catalán. Y no exagero.

Ahí está Valentí Almirall –uno de los fundadores del catalanismo– que escribe que «hoy la gente castellana, considerada tanto en su conjunto o formando pueblo, como individualmente, está completamente decaída y degenerada… sus ideales son tan raquíticos como su imaginación atrofiada… inepta para toda empresa positiva, vegeta en la miseria moral y material… ha bajado a ocupar uno de los últimos lugares en el mundo civilizado» (1886). Ahí está Enric Prat de la Riba que sentencia que la «lengua catalana se caracteriza por la concisión y sequedad y la expresión de las cosas tal como son: al revés de las ampulosas formas de la castellana… y que el elemento enemigo de Cataluña y que desnaturaliza su carácter es el Estado español… casi todos los hechos de nuestra historia posteriores a la llegada de la dinastía castellana, incluyen algún agravio» (1894). Ahí está Joan Maragall –poeta nacional de Cataluña– que explica que «por la noche he ido al teatro: género chico… y también una ola de sangre me ha subido a la cara, pero de vergüenza. En este hermoso país tan verde y suavemente montañoso, este tristísimo género chico, hijo de la aridez y de un funesto cierre en uno mismo, es una horrible profanación» (1905). Ahí está Josep A. Vandellós –teórico del nacionalismo catalán de la Segunda República– que habla de «esta invasión pacífica formada principalmente por gente no catalana… [que pone en peligro] el patrimonio espiritual de nuestro pueblo, la cultura y el carácter de nuestra gente… en el aspecto físico por lo que atañe al predominio de los elementos de raza catalana… perderemos nuestras mejores esencias… se creará una nueva patria distinta» (1935). Ahí está Heribert Barrera –dirigente de ERC que llegó a ser presidente del Parlament de Cataluña durante la Transición– que advierte que la corriente migratoria «pone en peligro nuestra identidad nacional… la inmigración no ha constituido para Cataluña ningún beneficio… si continúan las corrientes migratorias actuales, Cataluña desaparecerá… [hay que] evitar por todos los medios que haya otra invasión de población no catalana» (1979 y 2001). Ahí está Jordi Pujol que escribe –posteriormente rectificó por partida doble: 1977 y 1997– que «el hombre andaluz es un hombre destruido, generalmente poco hecho» y que «vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual» (1958 y 1976). Y Manuel de Pedrolo –escritor nacional de Cataluña– que culmina la faena: «Los extranjeros que se infiltran entre nosotros» (1967). Xenofobia, chovinismo y supremacismo a flor de piel.

Paula Andrade

Una tradición –la identidad propia catalana versus la identidad impropia española– que se instaura durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX y se consolida de forma paulatina durante la Transición y primeras décadas del siglo XIX. Algunos ejemplos concretos, al respecto: durante la benéfica Segunda República, en la frontera entre Barcelona y Hospitalet de Llobregat, ERC plantó un cartel –lo cuenta el historiador Chris Ealham en su libro La lucha por Barcelona. Clase, cultura y conflicto 1898-1937 (2005)– en donde se leía «Aquí empieza Murcia»; una Murcia que toma cuerpo en unos bloques de pisos, construidos en Badalona durante los 60, conocidos popularmente como La Condomina por albergar a cientos o miles de migrantes murcianos. Vale decir que para el nacionalismo catalán cualquier migrante español –murciano, andaluz, extremeño, aragonés, gallego, etc.– es un murciano. En otros términos, un charnego.

Una manera de marcar, marginar y tratar despectivamente al otro, al forastero, al intruso. Una manera de distinguir lo propio catalán de lo impropio español. Una dicotomía identitaria que hoy perdura. Ejemplos de la vida cotidiana: la marginación de la lengua castellana en la escuela, la relegación de los funcionarios de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en la lista de vacunación o la no renovación del contrato laboral de una sanitaria andaluza por criticar la prueba de acceso –la lengua, de nuevo– a la plaza de funcionaria de la Generalitat de Cataluña. De ahí, de la dialéctica propio/impropio, del complejo de superioridad, surge la parodia de la Virgen del Rocío.

El complejo de superioridad del nacionalismo catalán no es sino la manifestación de un nacionalismo populista de estrema destra marcado por el narcisismo primario, la afirmación heráldica, el etnicismo y el etnolingüismo de bajo vuelo, el síndrome de la nación elegida y la víctima inocente, y el chovinismo y la xenofobia patrioteros y excluyentes que quieren colonizar la Cataluña plural realmente existente.

En el mes de septiembre de 2012 –año de inicio del «proceso»–, el semanario alemán Der Spiegel, en un reportaje sobre el populismo localista emergente en la Unión Europea, hablaba del «nuevo egoísmo». Vale decir que Der Spiegel ilustraba el reportaje con una fotografía de la Diada catalana de 2012.

  • Miguel Porta Perales es escritor