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En Primera LíneaJavier Junceda

Anleros

Asistimos a diario a una auténtica invasión de barbarismos que abrazamos con bobalicón alborozo, dejando de utilizar sus vocablos correspondientes en castellano

«Me gusta hanguear con la ganga en la yarda» dice un joven hispano de Dallas o Detroit cuando quiere expresar que le apetece salir al patio con su pandilla. El crecimiento imparable del español en Estados Unidos lleva décadas generando un espanglish que no solo se percibe allí, sino incluso aquí, en especial en el lenguaje profesional y hasta en el coloquial. Rellenar un formulario es ahora «aplicar», y algo genial tiene que ser necesariamente «cool», como tomar unas cañas tras el trabajo es hacer un «afterwork». Vivimos rodeados de entrenadores que son «coach», o de personajes populares que llamamos «influencers», aunque no suelten más que majaderías.

En ambientes laborales, quien no emplee estas voces corre serio riesgo de ser tachado de mediocre, pese a que se maneje en un impecable castellano. He asistido en los últimos años a multitud de reuniones en las que me han sorprendido estos esnobismos que se han ido incorporando a la conversación. La fecha límite para presentar algo es la «deadline». Y objetivo o meta es, en esta moderna jerga, «target». Acostumbro a preguntar con ánimo guasón a mis interlocutores que abusan de estas locuciones acerca de su significado y del porqué de su uso, pudiendo utilizar como alternativa frases españolas que todos entendemos. Se sonríen la mayor parte de las veces, un silencio que interpreto como aceptación de que esas palabras las han debido de escuchar a alguien en tono hueco y engolado, y les ha parecido una modernez digna de adopción inmediata, buscando aparentar que dominan el asunto que se aborda.

En el caso estadounidense, medio siglo lleva la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) tratando de preservar el uso del habla cervantina en aquellas tierras. Su benemérita labor al implementar las reglas normativas del correcto español en el medio hispanounidense, difundiéndolas y adaptándolas para una mejor comprensión del idioma, es desde luego digna de encomio. La ANLE es la referencia autorizada sobre el patrimonio lingüístico hispánico en la Unión Americana desde que en 1973 un puñado de intelectuales decidieran formalmente constituir una institución que sirviera a dicha noble causa.

Paula Andrade

Aunque la idea de crear una Academia rondara la mente de personalidades de fuste como el novelista chicano Rolando Hinojosa, el filósofo José Ferrater Mora o Ramón J. Sender, fueron un grupo de entusiastas hispanistas liderados por el académico Tomás Navarro Tomás, exiliado en Nueva York, los que materializarían el proyecto. Ilustres españoles, chilenos, peruanos, argentinos, ecuatorianos y puertorriqueños supieron unirse para lograr ese loable propósito, que años después encontraría respaldo oficial al ingresar en la Asociación de Academias de la Lengua Española, a través de una resolución redactada por Dámaso Alonso, entre otros.

Desde entonces, los «anleros» no han dejado de servir al idioma común enfrentando sus principales amenazas, que proceden del avance incesante de esa peculiar mezcla de español e inglés que ha llegado a bautizarse también como «espanglés» o « inglañol». Su frecuente presencia en la televisión enseñando cómo se debe hablar bien español, su extraordinaria y decisiva tarea al mejorar y estandarizar su uso por el Gobierno norteamericano, incluidas sus páginas en la red, convierten a los miembros de ANLE en los principales abanderados de nuestra lengua, porque es en los Estados Unidos donde más crece y encara sus mayores desafíos.

De ahí que no vendría nada mal importar las experiencias de estos esforzados «anleros» a la hora de combatir la creciente infiltración de términos anglosajones en el español que hablamos en España. Asistimos a diario a una auténtica invasión de barbarismos que abrazamos con bobalicón alborozo, dejando de utilizar sus vocablos correspondientes en castellano, por algún extraño complejo de inferioridad o por cesión a la presión comercial anglófona. En contextos técnicos o especializados el asunto es ya de órdago, afianzando cada vez más la lengua de Shakespeare y desplazando a la de Calderón de la Barca.

Por eso urge traer aquí, a la retaguardia, a quienes luchan en el frente lingüístico de la hispanidad, que saben de primera mano lo que procede hacer y llevan haciendo desde hace cincuenta años. Qué bien nos iría, desde luego, aprender de Odón Betanzos, Gerardo Piña, Jorge Covarrubias, Carlos Paldao y el resto de «anleros», a quienes el español debe tanto de lo que hoy es.

  • Javier Junceda es jurista y escritor