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En Primera LíneaJavier Junceda

Sin soldados

Nuestras sociedades continúan vagando entre la simulación y la trivialidad, entre la apariencia y la futilidad

Una experta en selección de personal acaba de manifestar algo que sospechábamos: que lo que cuenta la mitad de la gente en una conocida red social ligada al mundo laboral y empresarial es mentira. Y lo que sube la otra mitad no es verdad, cabría añadir. Otro especialista en adquisiciones mercantiles ha declarado que todos los vendedores creen por definición que su empresa vale la intemerata, digan lo que digan los auditores. Ese postureo ha llegado a límites insuperables, rayanos a lo cómico. Hasta el más modesto quehacer para el que no se precisan particulares capacidades ha sucumbido a esta dinámica impostada. Aunque se trate de prestaciones elementales a la comunidad, han de ser embellecidas innecesariamente con artificios que las eleven de categoría, animados por una presunción que ya rebasa cualquier parámetro racional. Los imprescindibles basureros, de los que nos acordamos con angustia cuando se ponen en huelga, son ahora «técnicos en tratamiento de residuos sólidos urbanos». Y el camarero, también básico para nuestra economía, es hoy «sector servicios», acreditado por centros formativos con nombre compuesto por múltiples consonantes y reconocido por entidades muy rimbombantes a las que no conoce ni el Tato.

Antes, estas cosas solían ser coto cerrado del medio académico, en el que la soberbia acostumbra a encumbrar a mediocres y a convertir en insoportables a aquellos que si se dedicaran a cualquier otro empleo se les daría sencillamente la espalda. De ese peculiar ámbito, el envanecimiento ha saltado al personal corriente y moliente, contaminándolo de una altivez que complica poder avanzar como sociedad.

Quien informa públicamente de lo mucho que es, aunque no sea nada, es esperable que se lo sepa todo del tema que sea, pese a que no tenga repajolera idea de lo que habla. Ese endiosamiento cada vez más generalizado hace difícil persuadir sobre cuestiones que debieran darse por sentadas, y en el terreno sociopolítico se torna en un prominente muro insusceptible de traspasar: como uno es siempre la leche, sus criterios han de ser considerados de igual calidad aunque sean delirantes, inasequibles al desaliento y a argumentos sólidos capaces de contradecirlos con facilidad.

Paula Andrade

A este escenario de engreimiento expandido se ha venido a sumar el inmediato acceso a los buscadores por aquellos que así tratan de paliar en directo sus cráteres intelectuales. A las consultas de médicos o abogados acuden a diario hordas de ignorantes con un sinnúmero de méritos colgados en internet, pero con expreso ánimo de confirmar diagnósticos o consejos jurídicos disparatados que han visto de pasada en el Dr. Google. Una obvia sindéresis sugeriría someterse al parecer de los profesionales a los que recurren, pero eso es algo inverosímil en la actualidad, en la que tanto abundan los marisabidillos a los que nadie tiene la caridad de advertir del ridículo que protagonizan.

Como aquí no hay más que generales y quedan pocos soldados, y el relativismo campa a sus anchas, poder poner de acuerdo a una ciudadanía así de singular constituye un desafío notable. Aquel viejo chiste sobre el chollo que supone comprar al nacional de determinado país por lo que vale y venderlo por lo que él dice que vale, es predicable de cualquier otro lugar, porque el ombliguismo se ha extendido al más remoto rincón del planeta, poblando las calles de todólogos verdaderamente insufribles.

Desde luego, si Savonarola levantara la cabeza, no tendría tiempo para encender tantas hogueras como demandan estos tiempos. Nuestras sociedades continúan vagando entre la simulación y la trivialidad, entre la apariencia y la futilidad, y ello sin mentar a los que gastan mucho oropel, que debieran seguir el ejemplo de los isleños de la Utopía de Tomás Moro y limitar el uso de los metales preciosos a «hacer las vasijas destinadas a los usos más sórdidos y aun los orinales».

Como recordaban los clásicos, si Narciso no se hubiera acercado al estanque seguiría vivo. Aunque la modestia sea la virtud de los que no tienen ninguna otra, como sentenció con mordacidad Álvaro de Laiglesia, y haya que dejar la vanidad a los que no tienen cosa distinta que exhibir, como señalaba Balzac, atravesamos momentos en los que la inflación ha dejado la economía para afectar de lleno a la convivencia. Y cuando algo así sucede se hace irrespirable vivir.

  • Javier Junceda es jurista y escritor