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En Primera LíneaJavier Junceda

Conservadores

De lo que huye el conservador es de la cretina neofilia que fascina a liberales y progresistas, que desconocen que no hay más porvenir que aquel cimentado sobre experiencias del ayer

Álvaro Delgado Gal dedica su último libro al conservadurismo. Aunque pretenda centrarlo en Burke y su obra, va más allá del pensamiento del dublinés. En Los conservadores y la revolución, se extiende a consideraciones artísticas, literarias, filosóficas o históricas, algo propio de ensayistas de fuste. Cuesta encontrar en el actual panorama intelectual figuras así, capaces de enhebrar tantísimos recursos y de presentarlos de forma coherente. Cierto que cada párrafo precisa de una lectura reposada por la profusión de referencias que incluye sobre este o aquel autor y su obra, porque no hablamos de un manual de autoayuda sino del fruto maduro de una vida pegada a las páginas de quienes más han aportado al conocimiento universal. Esa erudición de Delgado no es, además, impostada: se nota que ha leído lo que cita, y que lo ha hecho con espíritu crítico, a tenor de sus observaciones, no siempre clementes con los escritores de los que da cuenta y de su tiempo. Su estilo es culto, salpimentado de expresiones coloquiales que ayudan a digerir lo que sostiene. Como hace el tocino cuando se mecha en el bonito que ofrecen en el Chicote de Puerto de Vega, que bien conoce Álvaro.

Entre esa ingente bibliografía de que se sirve para su enmienda a la totalidad a la doctrina conservatista no aparece sin embargo Roger Scruton, uno de los principales pensadores contemporáneos y precisamente teórico del burkeísmo que censura Delgado. Si se pusiera en contraste lo que Scruton defiende con lo que Álvaro sugiere, se vería que entre conservadores y liberales no hay demasiadas diferencias, aunque existan. Comparten un mismo humus ligado a la defensa de los derechos y libertades, como la propiedad o la iniciativa empresarial, pero los conservadores no se quedan ahí, sino que incorporan otros factores esenciales, como la espiritualidad, la excelencia o el respeto al pasado que merezca ser respetado, porque la civilización actual no es sino el producto de la aplicación del sabio método de prueba y error a lo largo de los siglos.

Paula Andrade

No tengo tan claro que el progresismo sea más racional que el conservadurismo. Ni que las revoluciones que alentaron hayan protagonizado solo ellas los avances de la humanidad. Advertidos esos procesos históricos en su conjunto, revoluciones y contrarrevoluciones han proporcionado experiencias de cara al futuro. Esa mirificación de las revueltas por los progresistas tiene bastante de mito rancio. Y no me parece que responda por sistema a un excesivo racionalismo, como insinúa Delgado. Más bien cabría preguntarse si es más irracional levantar una catedral que destruirla, o si los adelantos de hogaño son capaces de alcanzar sin partir de los de antaño. Con esto no quiero decir que ciertas agitaciones no hayan dejado su impronta, sino que deben ser interpretadas con perspectiva holística, desde sus primeros impulsos progresistas a sus consecuencias conservadoras que los amortiguaron, que solo cabe tildar de reaccionarias por apriorismos de indudable sesgo ideológico.

Que el criterio conservador apueste por la familia, por ejemplo, es de una razonabilidad tan manifiesta que la realidad se está encargando de confirmarlo. Los datos de patologías ligadas a la devaluación del vínculo familiar no dejan de aumentar, generalizando la angustia existencial y multiplicando los trastornos especialmente entre sus mayores víctimas propiciatorias, que suelen ser los menores que lo padecen. No refieren esas cifras que los nuevos modelos que se imponen en este terreno procuren beneficios, sino lo contrario.

Tampoco es fácil de compartir que el conservador le haga ascos al progreso. De lo que huye es de la cretina neofilia que fascina a liberales y progresistas, que desconocen que no hay más porvenir que aquel cimentado sobre experiencias del ayer, algo que produce sonrojo solo recordarlo.

Y luego está la religión, inescindible de la libertad, como recordó Marías en su Perspectiva cristiana. Que los ordenamientos respeten la opción irreligiosa no significa que los valores del catolicismo no operen como sensacional guía para muchos. En ese razonable contexto moral, además, se asientan buena parte de los consensos básicos de nuestra sociedad, quiérase o no.

Scruton no conoció a nadie que no fuera conservador de puertas adentro de su casa. Yo tampoco. Como afirmó en otra ocasión con gracia, los conservadores pueden resultar aburridos, pero también suelen tener razón. Opino igual que él.

  • Javier Junceda es jurista y escritor