Adanistas
El retorno a los clásicos es una completa caja de herramientas para resolver tantísimos dilemas que consideramos nuevos y no son sino temas más viejos que andar a pie, salvo para los siempre insufribles adanistas
Abunda el personal convencido de que es posible comenzar cualquier empresa, o idear lo que sea, como si nadie la hubiera acometido o cavilado antes. Son gentes que circulan sin retrovisor, y por eso acostumbran a pegarse formidables trompazos al adelantar. Por soberbia o ignorancia –o por ambas cosas a la vez–, acostumbran a salir al patio a soltar lo primero que se les pasa por la cabeza, conscientes de la ausencia de impacto negativo que sus simplezas producen en una sociedad cada vez más insensible a paparruchas, camelos y trapacerías varias.
Estos personajes encuentran un inmejorable hábitat en la política. Y, aunque sea más fácil localizarlos en determinados sectores ideológicos, han acabado extendiéndose a los demás. En las elecciones, candidatos de mucho ringorrango no se cansan de proponer a los cuatro vientos ocurrencias de auténtica aurora boreal, haciéndolo además con puestas en escena cargadas de extravagancia. Por sus bocas fluyen gansadas de diverso tipo que nunca sabrás si tienen su origen en su menesterosidad intelectual o en la de sus equipos.
Este adanismo solo tiene una cura posible: el conocimiento. Por más que se hayan intentado terapias alternativas, son esa inquietud hacia el saber y la prudencia en el juicio los únicos antídotos capaces de enfrentar esta tendencia tan acusada en nuestros tiempos de sacar la lengua a pasear, o a pacer, como gusta decirse por el norte.
Aunque existan pozos de esa ciencia en los más diferentes ámbitos, con su permiso me dejarán detenerme hoy en uno de envergadura que acaba de aflorar y que guarda relación con el derecho y la cosa pública, alumbrándonos un manantial de copiosa y propicia agua capaz de apagar la sed del más reseco y pelma adanista.
Los zahoríes de ese hallazgo hasta ahora oculto son dos ilustres juristas y celebrados escritores, Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes. En su Clásicos del Derecho Público (I) –subtitulado con intención «biblioteca básica para estudiosos y curiosos»–, Sosa y Fuertes hacen un intenso y ameno repaso a los principales autores y sus obras en el escenario europeo, incluyendo textos seleccionados sobre los que no pasan los siglos.
Entre esas numerosas enseñanzas que pueden traerse a la actualidad figuran algunas de los inmortales maestros que recuperan. Dirá, por ejemplo, el egregio Hauriou sobre la capacidad irrestricta del poder legislativo: «Hay una segunda Bastilla a demoler y es la creencia en la soberanía del Parlamento (…) No se puede uno fiar de la moderación del Parlamento ni de su respeto a la Constitución». O afirma su compatriota galo Esmein, acerca de la soberanía del Estado: «No debe jamás ser ejercida la soberanía sino en el interés de todos (…) El Estado, por su naturaleza, es perpetuo y su existencia jurídica no admite discontinuidad alguna». Concluyendo Orlando, uno de los padres del derecho italiano, sobre idéntica cuestión: «El Parlamento debe descubrir y no crear el derecho que existe en forma primitiva en la conciencia del pueblo». Supongo que no hará demasiada falta subrayar la extraordinaria modernidad de estas ideas, tan presentes en nuestra democracia actual, en la que las Cámaras se usan cada vez con más frecuencia para imponer criterios sectarios al resto de la nación, olvidando la existencia de un sólido marco constitucional que nos acoge a todos y que por eso resulta merecedor del mayor de los respetos.
El cacareado asunto del federalismo, de la simplificación legislativa, del servicio público, del principio de solidaridad o de la separación de poderes, el de la descentralización o la lealtad federal, entre otros, desfilan por este excepcional libro que debiera ser de obligada lectura en las Facultades de Derecho y de Ciencia Política. O en las asambleas legislativas y hasta en los colegios e institutos, si al menos supieran descifrarlo las pobres víctimas de la Logse.
Como los mejores jurisconsultos franceses, Sosa Wagner y Fuertes ejercen en provincias. Como ellos, renunciaron al neón de la gran ciudad para poder vivir al humano modo y centrarse en lo esencial. El fruto en sazón de esta inteligente decisión vital y profesional es precisamente este oportuno y necesario retorno a los clásicos, una completa caja de herramientas para resolver tantísimos dilemas que consideramos nuevos y no son sino temas más viejos que andar a pie, salvo para los siempre insufribles adanistas.
- Javier Junceda es jurista y escritor