Las nuevas piedras de Demóstenes
Nos hemos acabado creyendo la máxima de Gracián de que lo bueno, si breve, es dos veces bueno, cuando si así fuera ni Cervantes hubiera firmado una obra cumbre tan voluminosa, ni Dante la suya
Demóstenes, el mejor orador de todos los tiempos, llenaba su boca de piedras para combatir la tartamudez. Con enorme fuerza de voluntad logró ajustar su oralidad a su claridad mental, que al parecer era prodigiosa. Triunfó luego en la política e incluso tuvo fama haciendo discursos para los demás, recibidos con alborozo por la población. Sus intervenciones impactaban por el fondo, aunque también por sus formas tras superar su inicial hablar trapajoso.
Si viviera hoy, se sobrepondría de sus problemas verbales con piedras diferentes, que ni siquiera tendría la necesidad de ingerir. Apunto apenas cuatro, pero podrían ser bastantes más. Todas ellas suelen ser preteridas en la actualidad, dado el suelo al que hemos llegado en el ámbito intelectual y en el cuidado de los asuntos de comunicación.
La primera pasa por pensar antes lo que se va a decir. Cuando hablo, cosas digo, que reza el refrán. Siempre es mejor callar que soltar simplezas. Y eso es aplicable a cualquier asunto. Como en los vehículos, una cosa es el motor y otra la transmisión. Hay coches que no andan mucho, pero algo sí, porque su transmisión es buena. Sin embargo, nada como un buen motor con excelente transmisión. Para transmitir se precisan conocimientos, cimientos razonablemente sólidos. Y convencimiento en lo que se sostiene, que suele proceder de ese saber adquirido. Solamente dominas algo, por complejo que sea, cuando eres capaz de explicárselo a tu abuela y te entienda, sostenía Einstein. Quien sabe, y sabe bien, es capaz de defender sus ideas con brillantez, al controlar de lo que habla y disipar con esa seguridad cualquier titubeo.
Otra piedra viene dada por el continente. Si creemos en algo, se nota de inmediato en nuestra gestualidad, en nuestra compostura. Los ojos son un auténtico balcón del alma, un extraordinario escaparate que acompaña lo que decimos. Pero también están las manos, la entonación, la propia voz o la presencia: el llamado lenguaje no verbal es un formidable notario de lo que expresamos, de ahí que los expertos sepan con un grado elevado de exactitud cuándo alguien engaña o falsea en una aparición pública. Y sin necesidad de recurrir a Lombroso y a sus peculiares teorías para descubrir por su fisonomía a las gentes de mala condición.
Una nueva piedra deriva de la oralidad de los hechos. Existen múltiples asuntos que basta con mostrarlos, ya que las cosas claras no precisan candil. Esa elocuencia resulta imbatible, porque la auténtica contundencia de los argumentos nace de la evidencia incontestable o de la realidad misma. En mis primeros pinitos profesionales, recibí una elegante reprimenda de un veterano compañero por mis ardores juveniles mientras informaba ante el Tribunal Supremo. Me recordó precisamente eso, que la verbosidad de nada sirve si no va acompañada –con naturalidad y sin alharacas– de hechos concluyentes y una poderosa razón jurídica.
La última piedra procede de la brevedad. No conozco a nadie al que le apasionen las monsergas. No cabe hoy más que limitar las palabras a lo imprescindible. Cuando veas a tus fieles moviendo sus posaderas en los bancos es que no les estás moviendo el corazón y es el momento de terminar tu homilía, recomendaba aquel viejo manual de seminaristas. Esa concisión es a la que toca estar, entre otras cosas por respeto al prójimo.
Ahora bien, en ocasiones esta piedra se torna en absurda exigencia de laconismo. Como las redes sociales demandan cada día con mayor urgencia abreviar, nos hemos acabado creyendo la máxima de Gracián de que lo bueno, si breve, es dos veces bueno, cuando si así fuera ni Cervantes hubiera firmado una obra cumbre tan voluminosa, ni Dante la suya. Cierto que no es lo mismo lo escrito que lo perorado, pero se estará de acuerdo en que quien hace un uso adecuado de la palabra no cansa tanto cuando se extiende. Y un texto interesante se sigue hasta el final, aunque nos llegue la noche.
Antonio Maura lo resumió magistralmente en su gran discurso en la Academia: una corriente glacial aísla al orador tan pronto como le falta prestigio. Los que dan la brasa suelen ser de ese tipo, y acostumbran además a olvidar estas valiosas piedras que nos han ocupado.
- Javier Junceda es jurista y escritor