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En primera líneaJuan Van-Halen

¿Superioridad moral de la izquierda?

Para que Sánchez se mantenga en Moncloa cualquier precio que tengamos que pagar todos los españoles será aceptado. La izquierda cree que tiene una especie de derecho a gobernar haga lo que haga

Siempre me ha asombrado la supuesta superioridad moral de la izquierda que se perdona a sí misma las mayores desviaciones e inmoralidades en la convicción de que sus acciones conducen inexorablemente al bien común y a la felicidad del pueblo. El fin justifica los medios. La izquierda española ha escrito su historia desde esa cacareada superioridad moral que le lleva a creer que posee una condición especial para que naturalmente deba gobernar. Y si no gobierna es como si se viviese un paréntesis de anormalidad. El socialismo ha estado y está en vanguardia de esa falacia.

La pantomima de la celebración electoral en Ferraz la noche del 23 de julio es un ejemplo de esa falacia. Se festejaba por los perdedores de las elecciones haberlas ganado y pudimos ver contentísima a María Jesús Montero bailando a lo Iceta, mientras un público de enfervorecidos ciudadanos gritaba «¡No pasarán!», otro retorno al guerracivilismo. El PP había superado en votos y escaños a los festejadores. Hace más de ochenta años del «¡No pasarán!» de la Pasionaria que coincidía en militancia con la chulísima Yolanda pero con más activo funcionamiento neuronal, y los destinatarios del grito pasaron.

Socialistas, comunistas, anarquistas y sindicalistas prepararon y ejecutaron la revolución de Asturias el 6 de octubre de 1934 contra el Gobierno legítimo de la República porque en las elecciones del 19 de noviembre de 1933 había ganado el centro-derecha por más de dos millones de votos. Los desmanes asturianos duraron dos semanas y produjeron casi dos mil muertos. En Cataluña el reivindicado Lluís Companys, que tanta sangre vertió después, proclamó el Estado Catalán. El Gobierno de la República suprimió la Generalidad.

Indalecio Prieto había organizado la llegada a la playa asturiana de Aguilar de un alijo de dieciocho toneladas de armas y municiones a bordo del «Turquesa». El exministro socialista ofreció pistolas y ametralladoras a Companys pero no llegaron a un acuerdo en el precio. El 1 de mayo de 1942, Prieto declaró en el Círculo Pablo Iglesias de México: «Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en el movimiento revolucionario de octubre de 1934. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria». Prieto y Largo Caballero, dos golpistas, tienen monumentos en Madrid que la derecha con mayorías absolutas no osó retirar.

Ilustración: sanchez moncloa

El motivo de aquella revolución fue que la izquierda, y singularmente los socialistas, amenazaron con movilizarse violentamente si entraban en el Gobierno ministros de la coalición CEDA que había ganado las elecciones. Esa amenaza convirtió a Lerroux en presidente del Gobierno desplazando al jefe de la fuerza más votada que era Gil Robles. Pocos días después de entrar al fin en el Gobierno tres ministros cedistas se produjo la anunciada revolución. Salvador de Madariaga, ministro y embajador republicano, escribe en su obra España: «El alzamiento de 1934 es imperdonable (…). Con la rebelión de octubre de 1934 la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936».

La prensa de izquierdas había calentado el ambiente. «Renovación», de las Juventudes Socialistas, escribía el 16 de septiembre: «También los obreros saben manejar las ametralladoras. (…) Los obreros lo esperan todo de la revolución social, del Partido Socialista». El Socialista publicaba el 25 de septiembre: «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la guerra». Y anunciaba el 27 de septiembre: «Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado». Y aún escribía el día 30: «Nuestras relaciones con la República no pueden tener más que un significado: el de superarla y poseerla.» Una guerra, como se ve, deseada por la izquierda, que al fracasar el golpe de Estado del 18 de julio, como respuesta a las reiteradas amenazas, se convirtió en guerra civil. Sánchez tiene antecedentes. O él o nadie.

Indalecio Prieto, con fama de moderado, anunció en el mitin del Cine Pardiñas, el 4 de febrero de 1934, que «todos los órganos de la Administración habrán de ser intervenidos por comisarios del pueblo» e hizo un llamamiento para que «el proletariado se haga cargo del poder». Y Azaña, tan jaleado hoy, había escrito: «Nos encontramos padeciendo (…) una política que ostenta un título falso, porque procede de una mixtificación electoral del año 1933», Cuando la izquierda gana unas elecciones se trata de algo natural; cuando las pierde es una mixtificación, una anomalía. Y se festeja igual como el pasado 23 de julio. Creen que los españoles somos tontos y me temo que a menudo aciertan. A la vista del abultado voto socialista del 23 de julio no tengo demasiadas dudas.

La izquierda cree en su superioridad moral, de modo que para ella vale todo. Al centroderecha se le discute su lugar bajo el sol. En esa línea histórica no debe extrañar la amnesia ni la memoria histórica mentida. Sánchez se cree legitimado para aliarse con comunistas, golpistas, herederos del terrorismo, incluso con un prófugo de la Justicia. Un conjunto de aprendices de sátrapas que no cree en España, en la Constitución ni en su forma de Gobierno. Para que Sánchez se mantenga en Moncloa cualquier precio que tengamos que pagar todos los españoles será aceptado. La izquierda cree que tiene una especie de derecho a gobernar haga lo que haga. Y lo peor es que un buenismo suicida del centroderecha ha aceptado ese cuento o se ha resignado. Y, la verdad, no sé qué es peor aceptarlo o resignarse a padecerlo.

  • Juan Van-Halen es escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando