China es más peligrosa que la antigua URSS
China es hoy el mayor enemigo del Occidente democrático en la Segunda Guerra Fría, con una enorme fortaleza económica y militar que solo entiende el lenguaje del poder y la fuerza
Las «guerras frías» estallan en silencio. No les precede el asesinato del heredero de un imperio en Sarajevo, ni la invasión de Polonia en 1939. La Guerra Fría entre las democracias occidentales y la URSS no estalló en una fecha concreta. Arrancó tras el final de la II Guerra Mundial y dio la cara en 1948 cuando Stalin ordenó el bloqueo de Berlín.
Algo parecido es lo que ha sucedido con la segunda Guerra Fría que enfrenta a Estado Unidos y China. Hasta tal punto, que serán muchos los que se sorprendan cuando lean que esta guerra ya ha estallado, y será más larga y llena de peligros para Occidente que la que enfrentó a Rusia y Estados Unidos durante 46 años.
Rusia fue un gigante militar y un pigmeo económico lastrado por el modelo comunista que la llevó a la ruina. Esa fue la causa de su derrota en la Guerra Fría. Todavía hoy, la Rusia de Putin genera una riqueza anual –su PIB– de solo 1,7 billones de dólares, frente a los 23,3 billones de Estados Unidos.
El camino recorrido por China ha sido inverso al de Rusia. Cuando en la década de los ochenta la URSS confirmó el declive que la llevaría al hundimiento, el dirigente chino Deng Xiaoping puso a su país en la senda que lo convertiría en una potencia económica mundial. Su modelo fue el dirigente conservador de Singapur Lee Kuan Yew. Deng visitó varias veces la pequeña ciudad-estado y vio cómo Lee había conseguido que convivieran un régimen político extremadamente autoritario y una pujante economía de libre mercado. Comprobó que capitalismo y democracia no tenían que ir necesariamente unidos. Importó el modelo a su país, mantuvo la dictadura del Partido Comunista con mano de hierro, puso en marcha un proceso imparable para imponer el sistema capitalista y evitó que China viviera el colapso en que se hundió la URSS en 1991. Esta revolución ha generado un crecimiento medio anual del 9 por ciento durante 40 años que ha sacado de la pobreza a 800 millones de personas. Deng Xiaoping fue el contrapunto de Mijaíl Gorbachov.
A principios de los años noventa visité China. El crecimiento del país era apabullante. Recuerdo las riadas de miles de trabajadores en bicicleta que ordenadamente anegaban las inmensas avenidas de Pekín al terminar la jornada laboral, y los bosques de grúas de los cientos de edificios en construcción. De los talleres más básicos se pasó a la industria convencional y después a la más alta tecnología digital. En 2022 la riqueza que China generó –su PIB– fue 17,3 billones de dólares.
Esa riqueza la ha convertido en el único rival de Estados Unidos. Su penetración en África, donde suministra servicios básicos a países muy pobres y consigue minerales estratégicos, su presencia en Iberoamérica con proyectos industriales de miles de millones de dólares o el acuerdo que ha conseguido entre dos enemigos irreconciliables como Arabia Saudí e Irán, la confirman como un actor de primera fila en el tablero mundial. Su riqueza es la base de un ejército y una marina cada vez más potentes, dotados de armas nucleares.
China es una potencia militar basada en una economía poderosa, mientras que Rusia es una potencia nuclear sobre una economía tercermundista. Hoy la República Popular es el mayor enemigo de Estados Unidos y del Occidente democrático, con un poder militar y económico que crece cada año, a pesar del frenazo de los últimos meses.
Cuando regresé de mi viaje a China escribí en ABC un artículo que titulé «La larga marcha… hacia el capitalismo». Tras describir lo que había visto llegué a la conclusión errónea de que el crecimiento económico crearía una nueva clase media que acabaría exigiendo el cambio de la dictadura comunista a la democracia. Me equivoqué porque lo vi con ojos occidentales. Olvidé que el pensamiento de Confucio está presente en el inconsciente colectivo del pueblo chino desde hace 2.500 años e ignoré que uno de sus principios básicos es que la comunidad está por encima del individuo. Este principio confuciano, como recuerda Henry Kissinger, se opone frontalmente a los valores liberales de Occidente, donde los derechos del hombre están por encima de cualquier otro valor político o comunitario. Nuestra idea de los derechos humanos y de la democracia le es radicalmente ajena.
Existe el riesgo de que la clase dirigente china recupere el mito, vigente durante siglos, del «Reino del Medio», que imaginaba como tributarios al resto de los pueblos, y añore el resurgimiento de un modelo imperial. Ursula von der Leyen ha afirmado que China quiere un «cambio sistémico» del orden internacional, y para conseguirlo no duda en utilizar herramientas de «coerción económica y comercial».
El fracaso de Rusia en Ucrania ha confirmado su defunción como potencia mundial, y China ha ocupado su lugar. Pero es un enemigo mucho más poderoso que lo fue la URSS en la primera Guerra Fría, dotado de una fortaleza económica y militar sin precedentes que solo entiende el lenguaje del poder y la fuerza.
Estados Unidos y sus aliados –la UE (cuidado con la dudosa lealtad de Francia), Japón, Australia y Nueva Zelanda– tienen en sus manos la única arma eficaz para hacerle frente: entre todos generan cada año casi 44 billones de dólares de riqueza, frente a los 17,3 del PIB chino. Ejercer ese poder con pulso y sin cesiones es la única respuesta que entenderá Xi Jinping.
- Emilio Contreras es periodista