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en primera líneaDaniel García-Pita Pemán

El caso Rubiales

Como otros muchos yo sentí vergüenza ajena. A las pocas horas, la vergüenza ajena se había convertido en condena de un desliz, que enseguida pasó de desliz a despropósito, de despropósito a desafuero, y de desafuero a desmán machista

Actualizada 01:30

No recuerdo nada igual, ni medio parecido, ni siquiera el envite diario al que José María García sometía a Pablo Porta, presidente entonces de la federación española de futbol: fue un ataque sin tregua, sin respiro, noche tras noche, año tras año, emisora tras emisora.

José María García y antes de él Matías Prats –cada uno con su estilo y su personalidad propia– fueron grandes figuras del periodismo radiofónico en general; las más grandes en la especialidad deportiva. Matías Prats era todo clasicismo, entre euclidiano y pitagórico, sus retransmisiones de partidos de futbol parecían una lección de geometría del espacio. A partir de las posiciones teóricas de los jugadores y las intersecciones de líneas imaginarias, situaba en el terreno de juego lo que sucedía con la finura de un GPS. El oyente no oía, sino que veía el partido tan bien o mejor que los afortunados que habían acudido al estadio. De vez en cuando, Prats abandonaba a Euclides y a Pitágoras y acudía a Plutarco para darnos a conocer la historia personal y familiar, hasta el cuarto grado de parentesco, de jugadores, entrenadores, utilleros y masajistas. José María García vino ya en otro tiempo. Supo intuir que el periodismo deportivo debía asumir los modos de una época que nos abocaba apresuradamente a una nueva España. Elevó el futbol a la categoría de ciencia social y de debate político. Le recuerdo el 23 F subido en el capot de un coche, a un par de metros del cerco de los militares al Congreso, radiando el golpe de estado como si fuera el angustioso final de un partido que había que remontar para no caer eliminado.

Ilustracion Luis Rubiales

Lu Tolstova

Las actuaciones de Rubiales en la entrega de medallas del campeonato del mundo femenino, ganado por España, han sido, por orden de gravedad: primero, su gesto en el palco dejando claro que, incluso en la modalidad femenina, el futbol es cuestión de testosterona viril; segundo, sustituir el clásico amago de abrazo con palmadita en la espalda, por una cabriola para sentarse a horcajadas de la señora Hermoso, sujetándose a ella, firmemente, con brazos y piernas; por último, cambiar el preceptivo choque de manos por un beso de los hoy conocidos como «pico», por el lugar en que se da y su carácter presuroso.

Como otros muchos yo sentí vergüenza ajena. A las pocas horas, la vergüenza ajena se había convertido en condena de un desliz, que enseguida pasó de desliz a despropósito, de despropósito a desafuero, y de desafuero a desmán machista. Rubiales acababa de inaugurar una nueva era en el periodismo deportivo español: Prats y García han cedido su lugar a la crónica de sucesos y a la literatura de los manifiestos y las proclamas. Rubiales ha sido suspendido cautelarmente en su cargo de presidente; lo han condenado en periódicos, radios y televisiones de España y del extranjero; y, como culmen, con la sinceridad propia de la diplomacia internacional, un portavoz de la ONU ha expresado públicamente su horror por lo sucedido, que deja en anécdota menor las cosillas de los talibanes afganos.

Dos cosas me han sorprendido en esta cuestión de la máxima importancia planetaria.

La primera, el error de Rubiales al usar como argumento de defensa su euforia por la victoria española: «ha sido un pico eufórico», ha dicho en sus declaraciones. Ahí está el problema: en lo eufórico. La euforia no es solo manifestación de un sentimiento intenso pero controlado de alegría, de optimismo y de bienestar; es también, en términos médicos, un fenómeno patológico que denota enfermedad del sistema nervioso. La frontera entre una y otra euforia está en la intensidad de la manifestación externa. Ésta es la cuestión que tendría que discernir el TAD, el Tribunal Administrativo del Deporte: si Rubiales ha saltado la delgada línea que separa una y otra euforia. Pero Rubiales ya le ha dado hecha la mitad del trabajo: reconoce que hubo euforia y no un comportamiento racional. Mal principio: si algo es exigible a un mandatario público es el control en la manifestación de sus sentimientos. La segunda es el linchamiento mediático, sobre todo televisivo, al que se ha sometido a Rubiales. Se supone que vivimos en un estado de derecho en el que cualquier condena debe de ir precedida de unas formalidades mínimas que garanticen la defensa del acusado. Raros han sido los medios donde se hayan considerado las explicaciones de Rubiales, y menos aun los que han reservado la absolución o la condena a lo que resulte del enjuiciamiento ante el TAD. La doctrina de Charles Lynch ha prevalecido: el pueblo, es decir las redes sociales ya han dictado su condena; acabemos pues con el cuatrero en el árbol del ahorcado. ¿Qué necesidad hay de esperar a juicios, pruebas y otras zarandajas por el estilo?

Mala cosa para Rubiales y para todos los demás.

  • Daniel García-Pita Pemán es miembro correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
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