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En primera líneaRamón Pi

El público guarda silencio

Al principio cometen una tropelía que apenas merece una línea de censura; luego van subiendo el diapasón, hasta que llega el momento del «¡exprópiese!».

Los legisladores, empezando por su presidenta (¡la tercera autoridad del Reino!), pueden anotar el miércoles 20 de septiembre como el día que protagonizaron la muerte del Estado de derecho en España, que cayó asesinado por ellos mismos, con ocasión del acto arbitrario de no respetar el soporte necesario de una ley al hablar en el salón de sesiones en las diversas lenguas cooficiales, junto al castellano. Para mayor inri, se estaba discutiendo justamente la posibilidad de hacerlo en el futuro, pero unos cuantos oradores, en vista de que este asunto iba a aprobarse con seguridad según los cálculos de algunos culiparlantes, éstos resolvieron tirar por la calle de en medio, con el consentimiento de los presentes y la tímida protesta de los integrantes del grupo de Vox, que despreciaron los pinganillos.

No sólo se infringió el aún vigente Reglamento de la Cámara, sino el artículo 9 de la Constitución, que prohíbe taxativamente, en su apartado 3, la arbitrariedad de los poderes públicos, amén de garantizar la publicidad de las normas y la seguridad jurídica. Con esta actitud arbitraria, los culiparlantes no solo exhibieron su ignorancia supina de los más elementales rudimentos de familiaridad con cualquier sistema democrático, sino que anunciaron directamente lo que son capaces de hacer en cuanto se ven libres de estricto control.

Se puede decir que, al fin y al cabo, esto no es lo más grave que nos está pasando. Es muy cierto. Pero ocurre que todos los totalitarismos funcionan del mismo modo, con la táctica de la rana y el agua caliente: al principio cometen una tropelía que apenas merece una línea de censura; luego van subiendo el diapasón, hasta que llega el momento del «¡exprópiese!». También es verdad que ya estamos en una fase muy avanzada, y Sánchez Pérez-Castejón ya está muy instalado en el «exprópiese» a la española, que es «yo, mí, me, conmigo, viva Marruecos, vivan los golpistas catalanes, yo, mí, me, conmigo». Entonces hay que buscar otro término de comparación:

Imaginemos un partido de fútbol de cuarta regional entre el Cabezorro, F.C., equipo local, y el Pardillín, equipo visitante. Empieza el partido; saca el Pardillín y, después de unos cuantos pases, se planta el delantero centro frente al portero en el área. Pero llega un defensa del Cabezorro, le hace una llave de judo al contrario, y lo derriba. Penalti. 1-0 para el Pardillín. Los lugareños van golpeando sus garrotes, amenazadores.

Paula Andrade

El Cabezorro saca en el círculo central, un centrocampista del Pardillín ataja el balón, hace un pase largo, lo deja a los pies del delantero-punta, y otro defensa del Cabezorro se arroja a los tobillos del punta y lo derriba un metro antes de la línea de gol. Penalti. 2-0. Empiezan los insultos al árbitro, proferidos por cuatro hinchas, y el grueso del público guarda silencio.

Dos minutos después, saca el defensa central del Pardillín un fuera de banda, y, en tres pases milimétricos, se planta un delantero en el área pequeña frente al portero, que está en el suelo por haber tropezado consigo mismo. Un defensa del Cabezorro le arrea un puñetazo al delantero, y a continuación le propina una patada que lo manda al botiquín. ¿Penalti? Sí, claro, penalti. Y sólo llevamos un cuarto de hora de partido.

Cuando van 4-0, el árbitro, que ve cada vez más problemático volver a su casa íntegro, ve que ha de equilibrar su arbitraje, y castiga cualquier roce contra el equipo local, haciéndose el distraído ante faltas clamorosas de los jugadores del Cabezorro. Incluso señala penalti a favor del Cabezorro en una falta cometida en el círculo central. Y no digamos si el árbitro está comprado. Y si el público no quiere líos y traga, eso significa el fin del fútbol en el pueblo, porque nadie va a jugar en un partido trucado.

Ya empezó Rodríguez Zapatero negociando con la ETA y comprometiéndose a aprobar el proyecto de Estatuto de autonomía que hiciera el Parlamento autonómico catalán. En el Congreso de los Diputados, la Comisión Constitucional que presidía Alfonso Guerra González aprobó un proyecto de Estatuto que el Tribunal Constitucional echó abajo en aspectos esenciales. Ahora preside el Tribunal Constitucional el magistrado que nos ha anunciado que manchará su toga con el polvo del camino.

El público guarda silencio.

  • Ramón Pi es periodista