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En primera líneaEugenio Nasarre

Sánchez: la apelación al liderazgo

El deterioro ya se ha producido en la legislatura anterior. Frente al reclamo de Sánchez «es la hora del liderazgo», es preciso proclamar: «Es la hora de la democracia liberal»

Por tres veces apeló Sánchez al «liderazgo» en su comparecencia posterior a la entrevista con el Rey Felipe VI, a quien, por cierto, no nombró en los 35 minutos que duró su intervención. Tres veces, como el simbólico número bíblico. Es «la hora del liderazgo», remachó.

A mi juicio, fue lo más significativo de toda su arrogante intervención. No lo fueron, desde luego, las dos gruesas falsedades que deslizó sobre Feijóo. No lo fue, tampoco, su negativa a indicar cuándo podría ser la sesión de su investidura, porque quería ya mostrar que el poder consiste en marcar los tiempos. Y el poder era él. Había acusado a Feijóo de habernos hecho perder un tiempo precioso, pero él, faltaría más, no iba a estar atado a ninguna urgencia.

Cuando Sánchez afirmó, por tercera vez, es «la hora del liderazgo», lo que quería decir realmente –y así lo entendimos quienes le escuchamos– es que «era la hora de mi liderazgo». Es decir, se proclamó el líder del «bloque de investidura», al que convirtió en «mayoría de legislatura», que rebautizó como «mayoría de progreso». Esa «mayoría», compuesta por una veintena de partidos, necesitaba un líder y ese líder –nos anunció a los españoles– era él.

Lu Tolstova

La idea la expuso ya en la misma noche electoral del 23 de julio. En ella nunca se refirió a los resultados que obtuvo su partido. Esos datos no contaban. «Somos muchos más» exclamó, en comparación con los resultados del partido popular. Habló, sí, como líder del nuevo Frankenstein, el que iba a suceder al que gobernó la finiquitada legislatura. Esa legislatura debe entenderse como un ensayo, como un tiempo precursor de la que iba a venir.

Ese ensayo había mostrado que había sido capaz de mantener un gobierno sustentado por una pléyade de partidos aparentemente heterogéneos. Y había puesto los cimientos de la viabilidad de un gobierno más fuerte, con menos ataduras para proponerse «objetivos más ambiciosos». Había demostrado que se puede gobernar devaluando la función esencial del parlamento, a base de legislar mediante decretos-leyes (nada menos que 114 a lo largo de la legislatura), y convirtiéndolo en una marginal caja de resonancia. Había comprobado que se puede legislar prescindiendo del concurso de los órganos consultivos, que cualquier democracia liberal reclama como indispensables para que pueda considerarse tal. Había logrado forjar un tribunal constitucional a la medida de las necesidades futuras. Había debilitado sobremanera el poder judicial y humillado la función jurisdiccional. La legislatura no había sido estéril, aunque algunas casandras estaban advirtiendo del debilitamiento de las instituciones democráticas y de que la Constitución no es una carcasa. Pero para los corifeos del ya experimentado líder son voces involucionistas «que claman en el desierto».

El mensaje de Sánchez, al reivindicar que «es la hora del liderazgo» tiene un principal destinatario: todo el archipiélago de partidos que componen el «bloque de progreso». A ellos les traslada que los «objetivos ambiciosos» no podrán llevarse a cabo, porque los involucionistas pondrán toda suerte de obstáculos, sin la existencia de un conductor, jefe, caudillo o líder, al que tendrán que someterse. Él marcará los pasos, los tiempos, la estrategia y la modulación de los objetivos, satisfaciendo los intereses, no siempre coincidentes, de unos y otros. El será el único capaz de interpretar los intereses particulares e integrarlos en el «proyecto común del bloque de progreso». Es lo que corresponde a un caudillo. Sánchez proclama su jefatura del «bloque» con todas sus consecuencias. Por eso anuncia no una «mayoría de investidura» sino «una mayoría de legislatura».

Los españoles debemos estar muy atentos al mensaje de Sánchez. Por dos motivos principales. El primero, porque consagra la división de España en dos bloques, resucita la dinámica de las «dos Españas enfrentadas» (a las que llama «la de la involución» y «la del progreso»), justamente el programa antagónico al de la Transición. Por eso enterrarla forma ya parte ineludible de los «objetivos ambiciosos». El segundo, porque el tránsito de las «democracias liberales» a las «democracias autoritarias» no es siempre de trazo grueso sino de transformaciones sutiles, que van erosionando las instituciones y reglas de las democracias auténticas. El deterioro ya se ha producido en la legislatura anterior. Frente al reclamo de Sánchez «es la hora del liderazgo», es preciso proclamar: «Es la hora de la democracia liberal». Su defensa ha de ser la tarea apremiante.

  • Eugenio Nasarre fue diputado a Cortes Generales