Demonios inteligentes
Quienes emplean no precisan chavales que se han limitado a superar exámenes como sudokus. Lo que necesitan son muchachos emprendedores, que sepan resolver problemas por ellos mismos
Nadie contrata a cerebros. No hay empleador que no busque a gentes con criterio, capaces de responder a los retos cotidianos a partir de las destrezas que hayan adquirido en su etapa formativa. Nuestro modelo educativo se ha focalizado demasiado en los distintos saberes técnicos o científicos, postergando la preparación humana de los estudiantes. En el mundo universitario, aquello que se salga de esa hiperespecialización continúa considerándose poco académico, aunque contraríe el origen de la institución, orientado a lo que proclamaban con belleza Las Partidas: «Los escolares sosegados en sus posadas se han de empeñar en estudiar e aprender e facer vida honesta e buena, que los Estudios para eso fueron establecidos».
Por supuesto que la universidad debe capacitar a las personas a través de sólidos conocimientos, pero no se queda ahí su función. Debe dotarlas, además, de herramientas que les permitan desarrollar con solvencia su papel en la sociedad. Ambos aspectos, aprendizaje científico o técnico y formación integral, tendrían que constituir su doble objetivo, ya que de lo contrario proseguiremos generando legiones de graduados que, como acostumbraba a decir con sorna mi querido padre, «saben de todo para no saber de nada».
Cierto que muchas de las materias que se cultivan en las facultades demandan una permanente actualización. Pero la obsesiva limitación de las carreras al dato, a la cifra o a la teoría, olvidando la enseñanza en valores, empobrece en alto grado su cometido y beneficia escasamente al tejido productivo de una nación, poblándolo de esos «demonios inteligentes» de los que hablaba el gran C.S. Lewis.
En una concurrida convocatoria para seleccionar a un pasante, un importante despacho de abogados eligió al que había comenzado y terminado su exposición abrigando dudas sobre su respuesta. «Creo que la solución puede ser esta, pero no estoy seguro, ya que debería analizarla con más detenimiento», dijo. En esas sencillas palabras detectó el tribunal algunas virtudes, como la humildad y la prudencia. Actitudes así, cuestiones morales al margen, acostumbran a tener eficacia plena en la vida práctica: son un doble premio material e inmaterial.
Ni es ni puede ser la universidad la sustituta de la familia en la colosal empresa consistente en convertir a los jóvenes en hombres o mujeres de provecho, como es obvio. Pero ha de saber contribuir a ese proceso reforzando, junto a sus competencias científicas, las capacidades para ser autónomo, educado, solidario, honrado, sensato; para trabajar en equipo; para defender la verdad, incluso con valentía; para respetar al prójimo; para tener al tiempo mentalidad universal y querencia por su patria, su región y su pueblo; para ser, en fin, una persona hecha y derecha.
Si las universidades no operan pronto este cambio de rumbo, resultarán prescindibles, ya que solo sobrevivirán las que sigan esos derroteros. Quienes emplean no precisan chavales que se han limitado a superar exámenes como sudokus. Lo que necesitan son muchachos emprendedores, que sepan resolver problemas por ellos mismos, que experimenten las dificultades en su propia carne, que pisen aeropuertos y caminos rurales, que sean rigurosos y sepan escuchar, que se comprometan a dar lo mejor por los que han confiado en ellos…, pero que lo hagan pertrechados de conocimientos de última generación y de una forma de entender la vida que tenga en cuenta lo que está más allá de los apuntes.
Todo eso es impensable sin docentes ejemplares o que al menos aspiren a serlo. De nada nos sirve creer en ese desiderátum de la formación integral si en clase entran profesores que ni saben la letra o la música de la disciplina que imparten, ni son ningún dechado de virtudes. Por este motivo, el reclutamiento del profesorado debiera profundizar no solo en las capacidades científicas, sino, también, en las habilidades en la transmisión de valores. Las acreditaciones oficiales debieran ser, pues, condición necesaria pero nunca suficiente para el acceso al profesorado universitario, salvo que incorporen eso que comento a sus evaluaciones.
Un escenario diferente conduce a la educación superior a la completa irrelevancia. Y más en esta época en que la inteligencia artificial amenaza con transformar la manera en que hemos venido entendiéndola, al ocuparse de lo que hasta ahora centraba esa fragmentaria tarea académica que se limita a la ciencia y que orilla la conciencia.
- Javier Junceda es jurista y escritor