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En primera líneaÁlvaro de Diego

El desalmado y la traición de Waterloo

Desalmados sin principios los ha habido siempre. Quizá lo diferente de esta España melancólica sea la mórbida apatía con la que hoy los tolera

La historia de los tiempos turbulentos la escriben los advenedizos y los supervivientes. Ningún relato mejor de la Revolución Francesa y la era napoleónica que el de la vida del que deserta por vocación. No hay parangón al discurrir zigzagueante de un traidor sin miramientos. José Fouché (1759-1820) es el «genio tenebroso» que sólo Stefan Zweig cala. Y es que hace falta el pertrecho de una sensibilidad extrema como la del escritor austriaco para escanear tan al detalle el alma de un desalmado.

Natural de Nantes y de orígenes anodinos, Fouché pasará de oscuro sacerdote en vísperas del estallido revolucionario a saqueador de templos en la sangrienta Convención republicana. Maestro en el arte de callar, cartesiano aprendiz del mal mientras enseña, halla la primera oportunidad de promoción en una Iglesia que «supera infinitamente en sabiduría mundana a las dinastías». El seminario verá partir a un bilioso maestro que ha malversado –pero no perdido– el tiempo a la sombra beatífica de los claustros.

Fouché abandona la tonsura y arroja al suelo los hábitos. Sin que la lujuria haya forzado la renuncia. Aquel varón sin sangre y enjuto se casa con una mujer tan opulenta de fortuna como escasa de gracia. Desde la revelación del Sinaí el segundo mandamiento ha precedido siempre al sexto. Y es por eso por lo que esa frialdad imperturbable, ese asexuado temperamento al que la carne no tienta adopta el embozo del aplicado hombre de despacho. Este «seco personaje de escritorio», según nuevamente Zweig, «ama viciosamente la aventura». Como más tarde Eichmann, cumplirá con creces la puntual y desapasionada exactitud del más probo funcionario.

Diputado del Tercer Estado por su ciudad de nacimiento, aquel ambicioso sin vanidad escala en la umbría minucia decisiva de las comisiones. Rehúye la fama que el vociferante se regala en los plenos. El muñidor de reflejos androides despeja ecuaciones vitales tras reducir a las personas a incógnitas. Se trata del desquite de una inteligencia portentosa y frígida. Despiadado ajuste de cuentas de quien no perdona ni un decimal en el sumatorio de pasados agravios y perennes resentimientos.

Con viscosa y preclara intuición, Fouché adivina siempre hacia dónde se va a inclinar la mayoría. Se adelanta de costumbre a su desvelamiento. Es actor reservado y cauto, que actúa siempre para un exiguo público. En su defectuosa y averiada contextura moral, representa un papel tan sólo para sí mismo. Su soberbia no conoce el límite que podría inadvertidamente ofrecerle la petulancia.

Lu Tolstova

Con qué peligro se mueve desde las penumbras aquel hombre impávido y asténico. Sístoles y diástoles entonan en él el mismo diapasón inalterable. Nada ni nadie conmueve su corazón. Un corazón, por mecánico, tullido. Jamás experimenta la más leve arritmia, respuesta moral impropia de quien no siente ni padece con el estrago o el dolor ajeno.

Metódico y objetivo carnicero de Lyon, se convierte en el gélido terrorista jacobino que por orden del Comité de Salud Pública (nombre que más parece una blasfemia) masacra la segunda ciudad de Francia. Ni la capa ducal podrá borrar tanta sangre acumulada entre las manos. Pero sobrevivirá a Termidor, vagando como un espectro, cobijado en las sombras y finalmente exhibiendo la piedad como quien dispone una pieza artillera. Quien aceleró la guillotina ahora presenta obsceno escrúpulo a la misma. Al menos hasta que haya desviado sobre Robespierre el postrero golpe de su filo.

Posterior ministro de Policía del Directorio, del Consulado y del Imperio, es elevado por Bonaparte a duque de Otranto. Brutal paradoja la de este ejemplar ofídico ennoblecido con tan meridional título, el de una ardiente localidad de Italia. Y en los Cien Días, otra finta suprema del cinismo: «No he sido yo quien ha traicionado a Napoleón, ha sido Waterloo».

De nuevo se convierte en jefe de Policía, ahora de la monarquía restaurada. Ahí sitúa Conrad su encuentro con el duelista D´Hubert, sereno temperamento de la Picardía que intercede por la vida de su enemigo Feraud, ebrio de nacimiento «por el sol de su tierra de viñas». Aquel pálido rostro sin sangre de «un hombre a menudo comparado por su astucia con el zorro», en realidad más emparentado con la estirpe de «la fétida mofeta», repugna al general que le visita. El chalaneo del nuevo tiempo motiva su deseo de quebrar la espada sobre la rodilla y arrojar bien lejos sus pedazos... D´Hubert no odia al descerebrado oficial bonapartista obstinado en darle muerte. Pero le asquea haber respirado el mismo aire que un tránsfuga sin complejos. «Una sensación de dignidad rebajada» le queda como empalagoso regusto de aquel encuentro.

Desalmados sin principios los ha habido siempre. Quizá lo diferente de esta España melancólica sea la mórbida apatía con la que hoy los tolera. Por mucho que todavía sean posibles caprichos del destino que los alejen de nuestras vidas. Aún Luis XVIII ofreció en la corte de Dresde un último e irrelevante puesto al también asesino de su hermano. El embajador Fouché partió poco después para un cuarto y definitivo destierro. Un despido impecablemente funcionarial para el burócrata pérfido y tenaz que había encarnado siempre en aquel hombre sin nervios.

  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo