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en primera líneaGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Jesús es ¿culpable?: un relato de ¿ficción?

«Vamos a llamar a los guardias y les contamos la verdad. Les diremos que lo único que has hecho es defender a tu familia»

El silencio de la noche era lo único que Jesús escuchaba desde hacía muchos años. Tenía calculado que, como mucho, entre su primera visita a la nevera y su última visita al cuarto de baño, podría llegar a dormir un máximo de cuatro horas diarias. Muchas veces, para matar el aburrimiento, pensaba en bajar al salón para ver la tele o leer alguna historieta de Astérix, pero siempre descartaba la idea porque sabía que a su mujer no le gustaba que anduviera por ahí solo de noche. Prefería meditar mientras miraba al techo.

Hacía ya varios años que había vendido su empresa de recambios de maquinaria agrícola. La verdad es que le habían dado un buen dinero por la venta. Jesús había trabajado muy duro desde los 12 años; primero en el campo ayudando a su padre en la parcela y después en su propia empresa que, como le gustaba recordar, había empezado con un solo empleado, él mismo, y había llegado a tener, en sus mejores momentos, 120 trabajadores.

Pero todo acabó cuando Antonia, su mujer, lo condenó a la jubilación a los 76 años. Fue un día muy triste para él. «Jesús, chorlito, llevas toda la vida deslomándote y ya va siendo hora de que asientes tus posaderas más de quince minutos seguidos. ¡Ya no eres un zagal!», solía repetirle constantemente. Al final, Jesús consintió y con mucha pena le vendió la empresa a un sobrino de la ciudad. Buen muchacho.

Al principio no supo qué hacer con el tiempo, pero muy pronto se dio cuenta de que desde ese mismo momento podría hacer todo lo que nunca había tenido tiempo de hacer: comenzó a viajar con el IMSERSO por toda España, retomó con dificultad la lectura, sobre todo de Astérix, sus historietas preferidas, y descubrió, no sin asombro, su inmensa facilidad para hacer crecer cosas de la tierra. Jesús se dio cuenta de que podía ser feliz sin su amada empresa.

Pero todo cambió una noche calurosa y pegajosa de agosto.

Aunque Jesús ya estaba acostumbrado a las noches blancas, tenía la esperanza de poder dormir un poquito más esa vez. Al día siguiente era la feria del pueblo y quería tener energías para poder acompañar a su mujer a la plaza a ver a los niños jugar. Para Antonia era muy importante y quería dar la talla.

Apagó la luz sobre las diez y media de la noche y Antonia tardó exactamente tres minutos en comenzar a deleitar a su marido con sus acostumbrados ronquidos. Pasadas unas cuantas horas, Jesús ya había ido al cuarto de baño dos veces y había visitado la despensa otras dos veces más comiéndose casi la mitad del lomo que Antonia guardaba «bajo llave». Después del festín, Jesús volvió a arroparse en la cama con una sonrisa satisfecha.

Pasados diez minutos en los que casi se duerme, Jesús se dio cuenta de que las ranas que croaban en la charca de debajo de su casa habían cesado de repente de emitir su rítmico sonido. «Será un gato», pensó sin darle mayor importancia. Pero a los pocos minutos, escuchó claramente un sonido extraño que venía directamente del piso de abajo. Algo así como un «clac, clac, clac» fuerte y cada vez más apresurado. Asustado despertó a su mujer con cuidado y susurrando le dijo: «Antonia, mantén la calma, por favor. Creo que están intentado entrar en casa».

Acto seguido, y sin hacer caso de las súplicas de su mujer, Jesús se puso la bata y las zapatillas de estar por casa y comenzó un lento descenso por las escaleras hacia el salón. Cuando llegó al último escalón encendió la luz y lo que vio le dejó totalmente perplejo: dos ladrones trataban de abrir su caja de caudales con una palanca.

Lo primero que pensó Jesús es en cómo diablos sabrían esos mendrugos que escondía la caja fuerte justo debajo del sitio más seguro y vigilado de la casa: la hamaca de Antonia. Pero fue un pensamiento fugaz, pues lo siguiente que vio Jesús es una barra de hierro acercándose inexorable a su cabeza.

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Cuando recobró la conciencia del golpe, el malherido anciano se dio cuenta de que estaba tumbado en el sofá y de que Antonia estaba a su lado bastante nerviosa. Les rogaba a los ladrones que robaran todo lo que quisieran pero que, por favor, les dejaran en paz y no les hicieran daño.

—¡Ustedes son ricos, abuela! Sabemos que tienen millones de la empresa que vendió su marido.
​—Hijo —dijo Antonia —en casa solo tenemos lo que habéis cogido. Lo demás está en el banco.
​—No me lo creo, señora, pero lo vamos a comprobar ahora mismo.

Tras el diálogo, el que parecía el jefe de los dos ordenó a su compañero que subiese con Jesús a la habitación de los ancianos mientras él retenía a Antonia.

Una vez en el cuarto, el caco obligó al anciano a vaciar los armarios y los cajones de la cómoda. Comenzó a ponerse muy nervioso al comprobar que no había nada de su interés. Maldijo su suerte y dijo:

—Espérame aquí viejo. Como te muevas te vuelvo a dar con la barra en la cabeza y esta vez te juro que no lo cuentas.

Asombrado por la estupidez del ladrón, Jesús no lo dudó un instante y aprovechó su ausencia para sacar de un doble fondo del armario su escopeta para las palomas. La cargó rápidamente con dos postas y bajó sigilosamente por las escaleras.

—¡Alto o disparo, malnacidos! Soltad a mi mujer si no queréis llevaros un plomazo en el trasero.
​—¡Coño! Si el viejo tiene un arma—dijo uno de ellos entre sorprendido y divertido—. Anda abuelo, déjate de leches y tira ese cacharro al suelo. No querrás que matemos a tu mujer, ¿verdad?

Ante la amenaza Jesús dejó de apuntar a los ladrones de inmediato. Nunca podría perdonarse que le pasara algo malo a Antonia por su culpa. Pero justo en ese momento, cuando estaba a punto de dejar el arma en el suelo, uno de ellos, el que tenía la barra de hierro en la mano, se abalanzó a por él como una pantera.

Después, todo fue muy rápido: un fogonazo, un grito de dolor, una huida a la carrera y un silencio roto por los sollozos de Antonia:

—¿Estás bien, Antonia?
​—Sí, Jesús, estoy bien. Creo que lo has matado…
​—No he querido hacerlo, pero el muy bestia se me ha echado encima y no he tenido más remedio que apretar el gatillo. Ha sido un acto reflejo. No sé ni dónde le he apuntado.
​—No te preocupes, Jesusín. Vamos a llamar a los guardias y les contamos la verdad. Les diremos que lo único que has hecho es defender a tu familia. Verás como todo se arregla.
​—Eso espero, Antonia… Eso espero.

  • Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista