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En Primera LíneaJavier Junceda

Verdad y libertad

Sin la brújula de la verdad, no hay libertad que valga. Tanto en cuestiones morales como en las de andar por casa

De devaluar la verdad que algunos escribimos con mayúscula, acabaremos haciendo desaparecer cualquier rastro de la que ponemos con minúsculas. A ese lamentable puerto ha conducido la barca del relativismo, transformada desde hace años en un monumental transatlántico cargado de nihilismo. Todo es ahora del campoamoriano color del cristal con que se mira, afianzando la sinrazón en infinidad de terrenos. Esto se experimenta hasta en materias irrebatibles, en una deriva que apunta a cualquier ámbito, por técnico o científico que sea. Da igual que se trate de historia o biología: se impone hoy dar la vuelta como un calcetín a lo que se ha consolidado como cierto, porque los hechos y los argumentos cimentados entorno a ellos sirven ya de bastante poco.

Es la pura emocionalidad o la simple comodidad las que dictan qué es verdad o deja de serlo. Dos más dos no son cuatro, sino lo que yo sienta o me convenga. La posverdad o el relato, sin suelo sobre el que asentarse, llevan décadas comiendo la cabeza a mucha gente, encantada de no tener que enfrentarse con la raíz de los problemas, lo que tantas veces trae consigo el incordio de cambiar la forma de ver las cosas y actuar en consecuencia.

La falta de verdad nos ha dejado de hacer libres. Seguimos sin aceptar que el olvido de los hechos convierte a la libertad de opinión en una farsa, como sentenció Arendt. Y las restantes libertades también, podría decirse. Cuando ponemos en duda qué es la verdad, como Pilatos, dejamos de distinguir el bien del mal, lo mejor de lo peor, o lo conveniente de lo inconveniente. A nadie se le ocurriría circular por un puente que no ofrezca verdaderas garantías, aunque fuera un primor estético o nos trajera recuerdos de la infancia. Por eso la libertad solo es practicable a partir de realidades explicables y verídicas, lo que causa extrañeza tener que recordar a estas alturas de la película.

El Ministerio de la Verdad orwelliano recreaba sin cesar el pasado y falseaba los datos del presente para imponer su totalitarismo. No existía rincón para la disidencia, ni espacio para neolengua distinta a la oficial. La «libertad es esclavitud» proclamaba hasta la náusea una de sus principales consignas. En los sótanos ministeriales, grandes incineradoras convertían en cenizas aquello que recordara a la verdad auténtica, arrojada a pestilentes «agujeros de la memoria» dispuestos para limpiar las calles de voces veraces y discrepantes.

Paula Andrade

En un súbito rebrote de las peores pesadillas que hemos padecido, avanzan de nuevo las amenazas a la verdad y a la libertad, a lomos de una hedionda propaganda que no deja de impulsar un pensamiento único repleto de propuestas espantosas. Vuelven a servirse de idénticas herramientas de control social para implantar a toda costa su proyecto, lo que no deja de ser comprensible, porque siempre han sido catastróficos donde han tenido la desgracia de anidar y por eso no convencen libremente a nadie. A ningún berlinés le tuvieron que decir hacia dónde correr cuando cayó el muro. Ni a los balseros al navegar entre Varadero y Cayo Hueso, en el estrecho de la Florida.

Sin la brújula de la verdad, no hay libertad que valga. Tanto en cuestiones morales como en las de andar por casa, no cabe más alternativa que guiarse por esa realidad a la que hacía referencia Balmes en su Criterio y lo que ha aposentado el transcurso del tiempo como incontrovertible. En lo demás haremos bien en dejarnos llevar por gustos, pero nunca en lo que no es opinable y sin embargo no deja de intentar redescubrirse, para pasmo de los que tienen dos dedos de frente.

«Usted está aquí. Cálmese un poco», indica una fecha señalando a una de las millones de estrellas del firmamento en un gracioso meme que acabo de recibir. No pocos desafíos actuales a la verdad y a la libertad tienen su origen en ese cretino afán por querer figurar y pretender enmendar la plana al conocimiento universal, sin reparar en la completa ridiculez que supone.

O tal vez lo que persiguen es hacernos comulgar con ruedas de molino, haciéndonos víctimas de deplorables imaginarios de cartón piedra y de una odiosa sumisión incompatible con esa dignidad humana que merece la pena defender.

  • Javier Junceda es jurista y escritor