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en primera líneaGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Sobre la Navidad y mi talla de pantalones

La Navidad se ha convertido en una especie de cebamiento indiscriminado sin matanza final

Aunque me cueste mucho reconocerlo soy un veraneante. Una vez al año aparezco con mi familia en algún sitio con mar y, durante mi estancia, dedico el tiempo a hacer colas, a tener mucha prisa y a soliviantar mi exigua hacienda con todo tipo de cosas que no necesito.

Y aunque ahora ya he mejorado, hubo un tiempo para mí en el que salir a cenar todos los días durante el periodo estival era mucho más que un pasatiempo divertido; era una obligación indiscutible. Mi locura llegó a tal punto que hacía reservas en restaurantes en mayo, junio o julio para no quedarme sin una buena mesa en agosto. Me convertí en una especie de lunático del percebe al más puro estilo Patrick Bateman en el famoso «Dorsia».

Ante este comportamiento frenético, un buen amigo no tardó mucho en darme un cariñoso toque de atención. Aunque la conversación fue larga y se dijeron muchas cosas, yo sobre todo me quedé con un mensaje gracias al cual hoy puedo decir que soy un hombre cenísticamente reformado. No crean que filosofamos demasiado, mi amigo simplemente me dijo que lo de ser veraneantes ya es un tema lo suficientemente grave como para que encima tengamos que estar demostrándolo a todas horas.

Por eso, tras un periodo de reflexión hablé con mi mujer y muy seriamente le dije que aquella orgía de reservas y vino blanco había terminado definitivamente. Ella, que a duras penas me seguía a la mitad de mis expediciones, no pudo más que estar de acuerdo con mi introspección y aplaudir mi decisión. Y así fue como comencé a descansar en verano.

Lu Tolstova

Pero claro, luego está la Navidad. Y así como he conseguido alcanzar el clímax veraniego, debo confesarles que la Navidad sigue siendo mi asignatura pendiente. Llevo desde el 1 de diciembre celebrando no sé muy bien qué con no sé muy bien quién.

Entre unas cosas y otras este año habré tenido más de diez cenas y comidas en las que no ha faltado el cocido, el cordero, el salmón, el pavo trufado, el bogavante o el siempre infecto caldo gelatinizado en daditos. No puedo más. He engordado media arroba y todavía tenemos por delante Fin de Año y Reyes. Noto perfectamente cómo mi mujer y mi madre, que me quieren mucho, me miran de forma suspicaz cada vez me paseo con una sonrisa satisfecha por sus alrededores. Aunque en mi descargo ante tanto recelo tengo que decir que ya no se hacen botones como los de antes.

La Navidad se ha convertido en una especie de cebamiento indiscriminado sin matanza final. Antes llegaba holgadamente a la operación bikini, pero ahora, malditos años, me cuesta horrores adelgazar un kilo de lunes a viernes y no volver a engordarlo el sábado. Por eso digo basta ya a esta especie de bacanal de los sentidos en unos días en los que supuestamente todos deberíamos mirar de puertas hacia adentro. Las celebraciones religiosas importantes se hacen bajo el recogimiento de la familia, no en Karaokes de barrio chungo en los que lo único que puedes hacer es el ridículo.

Por mi parte se ha acabado. El año que viene prometo decir que no también a las comidas y a las cenas navideñas injustificadas. No solo por mi salud, sino porque creo que el consumismo de estos días es definitivamente obsceno. Y no quiero ser moralista en este aspecto, pues yo soy claro partícipe de estos y otros divertimentos, pero si que soy consciente de que todo esto que he hecho durante los últimos días está mal.

Creo que estoy madurando. Mi camino hacia la moderación ha comenzado (o al menos eso espero).

  • Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista