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En primera líneaEugenio Nasarre

La reforma del artículo 49 de la Constitución: no es eso

¿Qué decir de las «condiciones de igualdad reales y efectivas», cuando lo que les caracteriza es una desigualdad insuperable por «la naturaleza de las cosas»?

La lectura de la nueva versión del artículo 49 de la Constitución –que aprobarán las Cortes Generales en los próximos días– me impele, aun cuando me cueste, escribir este artículo. Lo hago casi exclusivamente como padre de mi hijo paralítico cerebral, que murió cuando tenía veintitrés años de edad, sin haber podido ni hablar, ni moverse, ni realizar por sí mismo los más elementales actos vitales. Conozco muy de cerca el complejo mundo de la discapacidad, su gran variedad en casos y situaciones, su extrema dificultad en meterlo todo en el mismo saco. Y esta cercanía con todas esas personas, dotadas de una dignidad radical, ha suscitado en mí hacia ellas el sentimiento que los latinos llamaron humanitas, y que lo tengo muy dentro.

Confieso que no me ha producido nunca ni molestia ni irritación la redacción del hasta ahora vigente artículo 49. Es sobria, sintética y realista, como corresponde a un texto jurídico-constitucional. Y afirma lo que me parece esencial: que los poderes públicos «ampararán» a las personas con discapacidad para el disfrute de los derechos proclamados en la Constitución. «Amparar» es «proteger y favorecer» según el DRAE, que es lo que una sociedad humanista debe asumir como obligación moral, convertida ya en jurídica, con estas personas, necesitadas de unas especiales atenciones y cuidados. «Amparar» es, pues, proteger y favorecer hasta donde se pueda, con políticas de tratamiento, rehabilitación e integración, que han de tener en cuenta la diversidad de situaciones y han de procurar siempre que sean las más beneficiosas a las personas a las que van destinadas. Lo notable es que la palabra «amparo» desaparece en el nuevo texto. ¿Y por cuáles es sustituida?

Aunque, desde luego, no sea un texto sagrado, profeso por la Constitución un profundo respeto. Desearía, por tanto, que no se mancillara ni degradara. Nuestra Constitución es una norma jurídica con todas las implicaciones que tal cualificación comporta, como expusiera en páginas imborrables el maestro García de Enterría. La nuestra no pertenece a las Constituciones meramente programáticas de nuestra historia constitucional. Nuestra Constitución es Derecho en plenitud y así ha de ser analizada e interpretada. Y, en consecuencia, sus preceptos han de atenerse a las exigencias propias de las normas jurídicas.

El gran jurista Ihering escribió que «la función del Derecho, en general, consiste en su realización. Lo que no se realiza no es Derecho, y, a la inversa, lo que desempeña esta función es Derecho, aun cuando no haya sido reconocido como tal. La realidad es la que garantiza el texto de la ley o de cualquier otra formulación del Derecho, como verdadero Derecho». Así que lo que está fuera de la realidad no es verdadero Derecho. Pertenece al mundo de los sueños, que para Platón eran una ilusión, un mundo de apariencias, o, si se prefiere, una ficción, mera expresión de deseos.

Paula Andrade

¿Qué dice el nuevo artículo 49? Textualmente: «Las personas con discapacidad ejercen los derechos previstos en este Título en condiciones de libertad e igualdad reales y efectivas». ¿Cómo podría aplicarse este precepto a mi hijo, si viviera, o a los más de cien mil paralíticos cerebrales que, según las estadísticas, viven en España? ¿Están en condiciones de decidir por sí mismos, de obrar por sí mismos, de elegir? ¿Qué entienden los autores del texto por «libertad»? ¿Y qué decir de las «condiciones de igualdad reales y efectivas», cuando lo que les caracteriza es una desigualdad insuperable por «la naturaleza de las cosas»? ¿No estamos en presencia del mundo de la ficción, de un texto legal convertido en sueño irrealizable?

Pero hay más. El segundo apartado del nuevo artículo 49 dice: «Los poderes públicos impulsarán las políticas públicas que garanticen la plena autonomía personal y la inclusión social de las personas con discapacidad…». Leo con asombro que se va a «garantizar» (sic) la «plena autonomía personal» (sic) a personas que, por sus condiciones físicas, psíquicas o sensoriales, son radicalmente dependientes. ¿Cómo ope legis se garantiza «plena autonomía personal» a un paralítico cerebral? Es la segunda monumental ficción del texto. ¿Qué concepción del Derecho tienen los redactores del precepto? ¿Es esta ficción un logro, un progreso, una conquista? ¿Podrán los discapacitados que no hayan logrado la «plena autonomía personal» recurrir al Tribunal Constitucional por incumplimiento de la norma?

Hay un colofón que remata esta nueva versión del artículo 49. Dice así: «Se atenderán particularmente las necesidades específicas de las mujeres y los menores con discapacidad». ¿Qué pretende este precepto: que puede haber una diferencia de trato entre discapacitados por razón de sexo? ¿Se introduce en la Constitución un supuesto de «discriminación positiva» en favor de la mujer discapacitada? ¿Qué «necesidades específicas» tiene la mujer en razón de su discapacidad que no tenga el varón? ¿Esta cláusula es un peaje al neofeminismo imperante?

Francamente, si comparo el texto del artículo 49 que va a ser derogado y el que le va a sustituir, veo que aquél es un texto jurídico, más o menos perfecto o imperfecto, pero que contiene lo esencial: el deber de «amparo» exigido por la Constitución a todas las personas con discapacidad; y veo que el que lo sustituye es una pura ficción, y, por lo tanto no es auténtico Derecho, con, además, la introducción de una cláusula que plantea aquel problema tan debatido por los constitucionalistas: si es posible la existencia de normas inconstitucionales dentro de la Constitución misma.

Este escrito ni siquiera es un reproche. Es un mero lamento por el deslizamiento del Derecho a zonas que se me antojan pantanosas. Habría que, apelando a Ronald Dworkin, «tomarse los derechos en serio». Es un lamento, también, porque las personas más necesitadas de amparo y más merecedoras de humanitas sean el instrumento de este deslizamiento.

  • Eugenio Nasarre ha sido diputado a Cortes Generales