La cuestión social
La cuestión social es, desde luego, una de las que mayor controversia suscita. Hasta ha llegado a monopolizar el discurso actual de la Iglesia. Por eso conviene de vez en cuando echar una ojeada a los textos pontificios para saber de qué estamos hablando
Al paso que vamos, los curas ya no deberán entender solo del más allá, sino también del cambio climático, de cooperativas o de flujos migratorios, me confesó hace poco, entre risas, un sacerdote. Que desde los púlpitos se hable de materias terrenales en lugar de celestiales me provoca la misma urticaria que ver a jueces opinar en público, tan alegremente, sobre lo divino y humano. Si no vistieran sotana o toga, se les prestaría escasa atención, de ahí que no esté nada mal arbitrar fórmulas para evitar esas incontinencias y poner al zapatero a sus zapatos, de no surtir efecto la necesaria autorregulación.
La facundia que hoy preside ciertos ámbitos eclesiásticos tiende, además, a confundir lo espiritual con lo político. Aunque guarden relación cuando colisionan unos principios con otros, dar al César y a Dios lo que les corresponde a cada uno debiera continuar guiando este asunto, si no queremos acabar convirtiendo al catolicismo en una simple ideología de una orientación o la contraria.
La cuestión social es, desde luego, una de las que mayor controversia suscita. Hasta ha llegado a monopolizar el discurso actual de la Iglesia. Por eso conviene de vez en cuando echar una ojeada a los textos pontificios para saber de qué estamos hablando.
Una decena de encíclicas han abordado este tema. Las primeras las firmó León XIII, en especial su Rerum novarum, acta de nacimiento de la doctrina social de la Iglesia. En ellas se consagra el derecho natural a la propiedad privada «estable y perpetuo», alejado de la codicia y con sensibilidad hacia los desfavorecidos. Y se condena con energía al «socialismo, comunismo y nihilismo». Esa denuncia del socialcomunismo, por cierto, sería ratificada por Pío XI en su Quadragesimo anno, planteando una función de la propiedad hostil al individualismo y al colectivismo, incompatibles con los valores católicos. El libre mercado es beneficioso, dirá Pío XI, pero nunca si se transforma en una dictadura adoradora del becerro de oro y que desdeña el bien común o la equidad. Estas ideas las hará suyas más adelante Juan XXIII, en Mater et magistra, confirmando la necesidad de extender la propiedad a cualquier estrato, apostando por una economía en que la dignidad humana adquiera un papel central.
Tanto en Populorum progressio, como en Octogesima adveniens, ambas de Pablo VI, se censura por igual al capitalismo extremo y al marxismo, alertando de las revoluciones que, para enfrentar un mal, pagan el precio de un mal aún mayor, generando una ruina moral y material a sus pueblos, como ha sucedido en países de Hispanoamérica.
Algo similar proclamará Juan Pablo II en sus grandes cartas sociales. En Laborem exercens rechaza el materialismo y el economicismo, por supeditar las personas a las riquezas y considerar al trabajo solo desde la óptica del beneficio. En Sollicitudo rei socialis, seguirá condenando al ultraliberalismo y al comunismo, por su rechazo a Dios y su escasa capacidad para promover el desarrollo integral del hombre. Y, en Centesimus annus, advierte que el deber de ganar el pan con el sudor de la propia frente es a la vez un derecho, porque un país que no alcance niveles satisfactorios de empleo o productividad no es de recibo ni ética ni socialmente. Wojtyla sugiere una economía que reconozca el rol de la libertad de empresa, de la propiedad y de la responsabilidad para con los vulnerables, entre los que no pueden encontrarse quienes pretenden vivir del cuento o a la sopa boba, cabría añadir.
En Caritas in Veritate, de Benedicto XVI y Fratelli Tutti, de Francisco, en fin, se incide igualmente en el fortalecimiento del humanismo que concilie la prosperidad económica con la social, y de un capital subordinado a la dignidad de la persona y a la protección ambiental.
En suma, aunque la Iglesia carezca de modelos o soluciones universales a proponer en estos terrenos, de este rápido repaso a su magisterio parece desprenderse la apuesta por una propiedad privada y unas libertades económicas que cuenten con tono humano. Y, sobre todo, su categórico rechazo al colectivismo y al individualismo, llámese como se llame. Lo que salga de ahí es hablar por hablar, por más que se insista día y noche para desorientar y hacer creer cosas que no son.
- Javier Junceda es jurista y escritor