Cómo descentralizar con éxito
Las organizaciones eficientes, sean públicas o privadas, parece que deben estar estructuradas en unidades de un tamaño «humano», que permita la integración, la participación de sus miembros
Dicen que uno de los grandes problemas de nuestro mundo es conseguir una adecuada organización humana. Es una época rica en recursos, conocimientos y tecnologías, en productos y máquinas pero que encuentra, entre sus retos, el utilizar lo que tiene de un modo más conveniente para la humanidad, repartiendo mejor lo que se obtiene y aprovechando mejor la gran fuente creativa que es el trabajo humano.
La respuesta a semejante reto está llena de facetas y las ciencias que intentan encontrar una respuesta son múltiples. Una de ellas, las modernas técnicas de organización, surgió en la Primera Revolución Industrial y sobre todo en la segunda, a principios del siglo XX, como consecuencia del problema que presentaba la gestión de fábricas, de un tamaño desconocido hasta entonces. Sirva de ejemplo el automóvil o la industria química. Fueron, principalmente, los ingenieros y psicólogos que trabajaban, o tenían una relación cercana con ellas, los que idearon e implantaron soluciones que han llegado a nuestros días y cuyos logros y conclusiones conviene recordar. Hubieron de enfrentar un problema que parecía enteramente nuevo, pero de cuya solución se encontraron muchas similitudes en las prácticas de los ejércitos y en las de la Iglesia Católica, que poseía y posee una de las organizaciones mejor estructuradas que se conocen. Las universidades tuvieron poco que ver, en aquel entonces, con las soluciones que se propusieron.
Una contribución de importancia fue la que apareció con motivo de la revitalización de algunas grandes compañías norteamericanas a comienzos del siglo XX. Una de ellas, la General Motors, contó entre sus fundadores a William Durant, que durante un tiempo se había dedicado al negocio de carruajes tirados por caballos. Ante la imposibilidad de superar la competencia del automóvil, decidió abandonar los carruajes y dedicar sus esfuerzos al nuevo medio de transporte, cosa que hizo con éxito dispar durante toda su vida. Así, se asoció para adquirir varias pequeñas empresas dedicadas al negocio del automóvil. No las fusionó. El negocio creció, pero su administración fue bastante deficiente. Durant hubo de ser sustituido, encargándose, años después, de la gestión a Alfredo Sloan, que haría grandes contribuciones a las técnicas de organización y se convertiría en una figura de referencia en ingeniería industrial. La General Motors llegó a ser lo suficientemente grande como para que sus crisis pudieran hacer temblar a la economía norteamericana. Sloan, en su gestión, vino a mantener la separación entre los negocios, administrándolos como unidades independientes. En lugar de crear una gran empresa de estructura piramidal, decidió mantener las bases de lo que había sido la organización de Durant: muchas unidades relativamente independientes dirigidas, con una alta descentralización, desde una dirección corporativa. Las estructuras de este tipo, con sus variantes, han pasado a denominarse, en el argot tecnológico, organizaciones divisionales o conglomerados.
A mediados del siglo XX apareció de nuevo la necesidad de reconsiderar la gestión de muchas organizaciones. Muchos países habían promovido la creación de «empresas símbolo o bandera nacional», que, de un lado, se presentaban como prueba de su prosperidad y, de otro, solían presentar grandes ineficiencias. Su necesaria reorganización siguió en muchos casos pautas similares a las seguidas por Sloan cincuenta años antes. Las compañías se dividieron en unidades más pequeñas, capaces de ser manejadas con una burocracia menor y con las que los empleados pudieran sentirse más identificados. Hay compañías en nuestros días en las que la dirección corporativa se extiende a mil o dos mil empresas o incluso más, de los más diversos tamaños.
La segunda mitad del siglo XX vivió también la necesidad de reformar las administraciones públicas, que habían crecido de una manera desusada, tras las políticas económicas practicadas en la segunda postguerra mundial. Se planteó la pregunta, aún vigente, de hasta qué punto, las pautas de gestión, entre ellas la estructuras organizativas que habían tenido tanto éxito en las empresas industriales y mercantiles, podían aplicarse a las administraciones públicas, cuyos objetivos se consideraban notoriamente distintos. Las adaptaciones que han venido realizándose, en los últimos cincuenta años, han mostrado una suficiente permeabilidad de las burocracias públicas a estructuras derivadas de la empresa mercantil. Se han implantado modelos de administración pública en los que los ministerios se han dividido en muchas agencias, con una filosofía de gestión similar a la propuesta por Sloan. Se ha tratado, así, de mejorar su eficiencia y agilidad.
Hay dos pautas que parecen haberse consolidado. La primera, la importancia de la elección de las competencias de la dirección corporativa y su intransferibilidad a las empresas del conglomerado. Esas competencias, que suelen referirse, por ejemplo, a la composición de los órganos de gobierno, o a las grandes inversiones o a la fiscalidad deben mantenerse a ultranza y no delegarse nunca a las empresas. La segunda, la existencia compartida de unos valores comunes, lo que suele denominarse cultura, que conduzcan a un comportamiento colaborativo de los empleados, que apoye la consecución de los objetivos propuestos. No es difícil la traslación de estas prácticas a las administraciones públicas, tan deseosas de descentralización, aunque en ellas las competencias centrales se refieran a la educación, el agua, la sanidad, por ejemplo, y los valores al uso correcto de la libertad.
Las dos condiciones pueden parecer fáciles o difíciles de conseguir pero lo que sí puede afirmarse es que, cuando faltan, la operación del conjunto se debilita y puede llevar a la disgregación e incluso destrucción de la Corporación.
Las organizaciones eficientes, sean públicas o privadas, parece que deben estar estructuradas en unidades de un tamaño «humano», que permita la integración, la participación de sus miembros. Su adecuado funcionamiento requiere una dirección corporativa a la que se adjudiquen una competencias centrales intransferibles, junto con una cultura de colaboración. Ello es perfectamente compatible con los objetivos de la organizaciones sin ánimo de lucro y con los de las administraciones públicas.
- Andrés Muñoz Machado es doctor ingeniero industrial