Hoy hace veinte años
Es imprescindible mantener la guardia y la correspondiente capacidad de prevención contra los asesinos de entonces y potencialmente de ahora
El atentado organizado y llevado a cabo por terroristas islámicos que tuvo lugar en Madrid, en la estación de Atocha, el 11 de marzo del año 2004, se saldó con el asesinato de 193 personas y cerca de tres mil heridas, muchas de ellas de profunda gravedad. Fue el segundo atentado terrorista más dañino nunca perpetrado en Europa, tras el que, en 1988, como consecuencia de la bomba, también islamista, que explotó en un vuelo de la compañía Pan American, dejó en la localidad escocesa de Lockerbee 270 muertos.
En un país como España, durante décadas acosada por la criminalidad del terrorismo nacionalista vasco, la primera reacción tras la terrible noticia fue la de atribuir la responsabilidad de la barbarie, tanto en medios políticos como periodísticos y sociales, a la organización terrorista ETA. Hacía pocos días que las fuerzas de seguridad habían interceptado en una carretera secundaria no lejos de la capital madrileña una furgoneta cargada con una importante cantidad de explosivos y conducida por miembros de la organización euskaldún. El dato parecía abonar la posibilidad de que fuera la misma ETA la responsable de la matanza de Atocha.
Pocas horas después de que, a primeras horas de la mañana, la terrible barbarie hubiera tenido lugar, comenzó a circular por medios diversos la posibilidad de que el origen del atentado pudiera encontrarse en la acción de un grupo islamista. El Gobierno del momento, que presidía José María Aznar, no supo o no quiso dar cauce a esa posibilidad, aunque sin descartarla por completo, y sus explicaciones durante las horas y días subsiguientes dejaron un margen de duda al respecto, mientras que medios políticos de la oposición socialista se apresuraron a vocear la alternativa islámica, exigiendo al Gobierno que dijera la verdad –«necesitamos un gobierno que no nos mienta», fue la instrucción aireada múltiples veces por el portavoz socialista del momento, Alfredo Pérez Rubalcaba– y presentando lo ocurrido como la consecuencia de la participación española en la invasión norteamericana de Irak, que había tenido lugar en 2003. La noción de que el atentado tenía su origen en la venganza que los islamistas dedicaban a España como consecuencia de esa participación –que en realidad nunca había tenido lugar: no hubo tropas españolas en el empeño y las que en 2004 se encontraban en Irak fueron allí desplegadas tras la invasión bajo la cobertura de las Naciones Unidas– cobró pronto un amplio eco social. En el barómetro del Real Instituto Elcano publicado en junio de 2004, y según las correspondientes indagaciones, se afirmaba que el 64 por ciento de los españoles pensaban que el atentado no se hubiera producido si España no hubiera apoyado a los Estado Unidos en la invasión de Irak. Abonando en la misma conclusión, un 60 por ciento de los encuestados mantenía que ello se debía a la política exterior que España mantenía en aquel momento.
Tres días después del atentado, el 14 de marzo, tuvieron lugar las previstas elecciones generales, que concedieron una mayoría absoluta al PSOE, en aquel momento encabezado por José Luis Rodríguez Zapatero. Las encuestas realizadas antes de los comicios daban un resultado distinto, señalando al Partido Popular como el favorito para vencer en los comicios. Según el estudio postelectoral llevado a cabo por el Centro de Investigaciones Sociológicas, un 13,5 por ciento del electorado confesaba haber cambiado el sentido de su voto como consecuencia del atentado. Edurne Uriarte así lo interpreta: «España no dirigió su indignación hacia los autores de la masacre sino sobre todo al Gobierno y a su política internacional. Ciertamente hay varios elementos en esta reacción, pero creo que uno en especial relevante para entenderlo es la debilidad del patriotismo español.» (Terrorismo y democracia tras el 11M, Espasa Hoy, 2004).
A lo largo de las dos décadas transcurridas desde entonces, han sido varias las preguntas dirigidas a conocer el detalle de lo ocurrido y la consiguiente identidad y propósitos de los terroristas que imaginaron y realizaron la matanza. Unas ponían claramente su interés en establecer la relación causal entre el atentado y el resultado electoral para, en consecuencia, determinar quién hubiera sido el autor intelectual de la barbarie, de manera a deducir las acciones correspondientes. Otros, por el contrario, más acostumbrados a las reglas aparentemente seguidas en sus acciones criminales por los partidarios de la yihad, subrayaban por el contrario que no cabía deducir ninguna relación entre ambas fechas, dado que la conducta habitual de los asesinos seguidores de Mahoma no estaría en buscar venganzas concretas sino en procurar la derrota y eventual desaparición del mundo judeocristiano y sus manifestaciones terrenas. Ciertamente contiene más morbo especulativo la primera. Y probablemente más realidad analítica la segunda. Aun sin descartar otras incógnitas, que oscilan entre la explicación conspiratoria y la exigencia investigadora.
Sea cual sea la preferencia especulativa, lo cierto es que el 11-M trajo muerte y desolación. Y también un catastrófico cambio político para los españoles, que repentinamente perdieron de vista y consideración lo que la Transición y el Consenso constitucional había significado para el bien de la España posfranquista, mientras se veían confrontados con la vuelta al «guerracivilismo» de otros y obscuros tiempos y se instalaba en el país la incapacidad gestora de unos gobernantes caracterizados por su ignorancia y la correspondiente voluntad cainita. En la constancia histórica, los mismos que ahora: quien de verdad dirige la política exterior de España en este momento se llama Rodríguez Zapatero. No podría haber encontrado mejor sucesor en su secuela que Pedro Sánchez.
Hay un antes y un después en la historia de España tras el 11 de marzo de 2004. Como lo hubo en la historia de los Estados Unidos, y en gran medida de todo el mundo, tras el 11 de septiembre de 2001. Las lecciones son tan varias como urgentes. Pero deberíamos reducirlas a dos. La Yihad islámica, en sus variadas formulaciones, no ha abandonado su propósito destructivo contra la civilización occidental y cristiana. Es imprescindible mantener la guardia y la correspondiente capacidad de prevención contra los asesinos de entonces y potencialmente de ahora. Y los españoles bien deberíamos aprender de lo que los americanos, con independencia de sus inclinaciones ideológicas, en parecidas circunstancias hicieron: reforzar el sentido patriótico de la unidad frente al enemigo común. Lo cual, sin muros artificiales y dañinos, constituye la mejor propuesta para el mantenimiento de la libertad, la democracia y la paz.
- Javier Rupérez es embajador de España