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En Primera LíneaJavier Junceda

A la defensiva

Nos hemos aborregado por completo, aceptando sin pestañear al pulpo como animal de compañía y acomodándonos con indolencia a una realidad demencial a la que no nos da la gana de hacer frente

Lo correcto, hoy, no depende tanto de lo que corresponda hacer, como de sus consecuencias. El acentuado deterioro que experimentan los valores encuentra un espejo inmejorable en esta devaluación de lo que debe afrontarse a cada instante. Infinidad de situaciones confirman lo que digo. En lugar de prever suficientes quitanieves para poder circular por las carreteras en invierno, alarmamos a la población para que se quede en casita. «Zona portuaria, no se responde de accidentes», continúan anunciando las señales en un montón de áreas en las que está permitido el estacionamiento de vehículos al borde del agua sin contar con barandillas, o con unas endebles. Y por ahí seguido.

Me malicio que detrás de estas cosas ronda la inquietante sombra de las acciones judiciales previstas para compensar daños con cargo al erario. Pero algo más tiene que haber, porque este comportamiento a la defensiva se extiende como la espuma a otras prácticas. Pensemos en el quehacer laboral, desde el liberal hasta el del modesto operario, contaminado por esa alergia a la toma de decisiones ante el riesgo de que estas deriven en implicaciones negativas para quien las asume. Acometer los temas con la formación e información disponibles, a fin de resolverlos de manera certera y razonable, se sustituye ahora en multitud de ámbitos por un ejecutar que invite a sopesar con obsesivo esmero aquellas amenazas que puedan desencadenarse, intentando garantizar de antemano la completa indemnidad.

Lu Tolstova

Un proceder así acostumbra a conducir a la inacción o a una actividad que, en lugar de ir directamente a los problemas para tratar de solventarlos con valentía, busca hacerlo desde la perspectiva menos expuesta o comprometida posible, que no pocas veces se torna la más ineficaz o desaconsejable. La medicina o abogacía defensivas, entre otros muchos trabajos, miran a diario por el rabillo del ojo las potenciales complicaciones jurídicas de sus actos aun cuando estos son los que procede abordar por motivos técnicos.

Lo curioso es que esas eventuales repercusiones que atenazan a quienes deben despachar un determinado asunto, no siempre se fundamentan en reparos evidentes o rotundos, algo que nadie en su sano juicio desatendería. A menudo se basan en cuestiones de suyo discutibles, de mero matiz o apreciación errónea. Eso envuelve a tales cometidos en una suerte de falsa prudencia que desenfoca su objetivo –que dejará entonces de ser primordialmente la salud o la solución jurídica–, para proporcionarnos un servicio mediocre cuando no nefasto.

Los que no dejan de actuar a la defensiva se suelen servir con frecuencia, además, de los puñeteros protocolos, generalizados en oficinas públicas y empresas grandes, medianas o pequeñas. Esa abominable dictadura ya no conoce límites: solo con mentar que procede hacer algo «por protocolo», cualquier discusión sobra. Con tonillo de superioridad te lo advierten desde altos funcionarios a gentes de escasa autoridad, porque saltártelo es poca broma. Ser ciudadano consiste en la actualidad en acatar con marcialidad esas dichosas prescripciones, tengan o no anclaje legal, haciendo la vida insoportable como consecuencia de este cargante formalismo, tantas veces absurdo o descabellado.

Los héroes de nuestro tiempo, desde luego, son aquellos que proceden sin quitar la mirada de lo que de verdad conviene en sus tareas, sin importarles más que eso, que no solamente es lo fundamental sino lo que asegura el descargo de cualquier responsabilidad futura. Y habría también que reconocer el enorme mérito de los que no se dejan avasallar por ese reglamentismo burocratizante y sin pies ni cabeza que a todas horas se nos impone, concebido para encerrarnos en gruesos barrotes para que no nos meneemos.

En el fondo, se trata de genuinas muestras de totalitarismo. Como sentenció con agudeza el general Patton, cuando todo el mundo piensa igual, es que alguien no está pensando, una formidable frase que sintetiza algunos de los males de nuestra época, en esta y en otras materias, como la odiosa corrección política. Obrar a la defensiva o someterse a esos infumables protocolos debiera merecer unánime repulsa social, pero no lo suscita porque nos hemos aborregado por completo, aceptando sin pestañear al pulpo como animal de compañía y acomodándonos con indolencia a una realidad demencial a la que no nos da la gana de hacer frente.

  • Javier Junceda es jurista y escritor