El único problema es el precio
El indicio más evidente de que ya hay un pacto subterráneo entre Sánchez y los separatistas es que el 10 de junio se votará la mesa de gobierno del Parlament; qué casualidad, un día después de las elecciones europeas
Las elecciones del día 12 han dejado un horizonte de fragmentación en el parlamento catalán que augura un futuro incierto. Cuando ocho partidos se reparten 137 diputados y el más votado, el PSC con 42, está a 26 escaños de la mayoría absoluta, la inestabilidad está servida y la debilidad del gobierno, asegurada. Desde hace dos semanas, analistas, tertulianos y políticos están sumergidos en un mar de cábalas, sumas y cálculos tratando de adivinar quién conseguirá los votos suficientes para ser investido presidente de la Generalitat.
Pero el problema no está en los números. Está en el precio que Sánchez tendrá que pagar para que Illa sea presidente de la Generalitat. Será alto porque los votantes separatistas han premiado la radicalidad de Puigdemont y castigado el posibilismo de Aragonès y Junqueras. Y Puigdemont lo sabe. Esquerra ha perdido trece diputados, de los que Junts solo ha ganado tres, y el resto se lo ha llevado la abstención del 42 %; ahí están los votos que Puigdemont intenta arañar a Esquerra. Tiene dos caminos para conseguirlo: ser presidente de la Generalitat, algo poco probable, o tener a Illa en sus manos con sus 32 votos para investirlo presidente, y exprimirlo luego de la forma más inmisericorde.
Puigdemont tiene claro que Pedro Sánchez ha quemado a Esquerra dándole largas sobre el referéndum, y los votantes la han castigado. Sabe que el pragmatismo de Aragonès, confundido con debilidad por muchos de sus seguidores, ha sido la causa de su hundimiento electoral, mientras que el radicalismo que él ha desplegado desde Waterloo es la razón de su crecimiento. Sabe también que ese crecimiento ha sido insuficiente –sólo tres escaños– probablemente porque el votante separatista radical recuerda que dejó en suspenso la declaración de independencia de Cataluña a los ocho segundos de declararla en 2017, y le ha negado su voto. No volverá a cometer ese error. Sabe que la radicalidad es la única vía para conseguir más votos.
Y sabe también que él y su partido son el único soporte estable para que Illa sea presidente de la Generalitat y pueda gobernar. Porque tras el tsunami de hace dos semanas, Esquerra ha quedado descabezada en manos de lo que decida la militancia; y eso es un seguro de inestabilidad y radicalismo. Los militantes y los nuevos dirigentes de ERC tendrán que abandonar el pactismo y volver a sus orígenes para recuperar el terreno perdido. Puigdemont tiene claro que si no mantiene la tensión y sus exigencias para conseguir la independencia, perderá el liderazgo separatista.
También Junts y Esquerra son indispensables para que Pedro Sánchez pueda gobernar. Lo vimos cuando ambos partidos anunciaron un distanciamiento táctico del gobierno tras la convocatoria de las elecciones catalanas. Entonces Sánchez renunció a presentar los Presupuestos y tuvo que prorrogar los del año pasado, porque no tendría los votos suficientes para aprobarlos. Eso fue sólo una advertencia de hasta dónde podrían llegar las represalias de los dos partidos separatistas en Madrid si Illa no cediera como presidente de la Generalitat a sus exigencias para conseguir la independencia de Cataluña.
Hasta que Esquerra no salga de su crisis de liderazgo –si es que sale– en el congreso que ha anunciado para dentro de siete meses, sólo Puigdemont puede asegurar un apoyo estable a un hipotético Salvador Illa como presidente de la Generalitat.
Illa en el Parlament y Sánchez en la Moncloa están en manos de Puigdemont y son conscientes de que para conseguir el poder y mantenerse en él tendrán que pagar un precio. Y deberá ser un precio alto para que el líder de Junts lo exhiba ante sus votantes como un trofeo arrancado a Madrid.
Puigdemont pedirá la trasferencia de todas las competencias fiscales y de los funcionarios de la Agencia Tributaria. Aspira a que la Generalitat recaude todos los impuestos y exigirá la concesión de un «concierto» para quedarse con lo recaudado a cambio de un «cupo» de reducida cuantía. Utilizaría esas competencias y las ya transferidas para descoyuntar primero al Estado y separarse de España después. La traca final sería la convocatoria de un referéndum de independencia. Poco les importa que el resultado fuera negativo, porque lo que buscan es sentar el precedente del derecho adquirido para repetirlo las veces que sea preciso hasta conseguir el «sí».
Pedro Sánchez se opondrá de entrada con el mayor énfasis como hizo con los indultos, la sedición, la malversación y la amnistía, pero hemos visto lo que ha hecho después cuando ha necesitado el apoyo de los separatistas.
Pactará cuando pasen las elecciones europeas para que no se le vea el plumero, como esperó a que pasaran las generales para pactar con Bildu en Navarra. Hay indicios de que está en marcha un pacto subterráneo: la semana pasada hubo una reunión entre el secretario de Organización del PSOE y Puigdemont en Francia, y Aragonès ha anunciado que el 10 de junio se votará la mesa de gobierno del Parlament; qué casualidad, un día después de las elecciones europeas. Los separatistas presionarán a Sánchez con todas sus fuerzas porque saben que él es su única oportunidad para conseguir su objetivo final. Como ha dicho Rufián, «la derecha, tarde o temprano, gobernará. Hay que aprovechar el tiempo».
Consiga o no la presidencia de la Generalitat, Puigdemont tendrá la sartén por el mango y el mango también. Y pondrá el precio más alto. Conociendo los precedentes, corremos el riesgo de que se lo paguen.