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En Primera LíneaJavier Junceda

Votar

Lo esencial continúa siendo forjar una opinión pública libre a través de los medios y de la escuela, que no se deje embaucar por cortinas de humo o milongas. Y que sea capaz de criticar incluso a los afines ideológicamente

Adolfo Posada, uno de los colosos del pensamiento español, reflexionó hace más de un siglo sobre el voto. Lo hizo en un clásico reeditado ahora con soberbio estudio preliminar de los constitucionalistas Sarasola y Presno. En El sufragio. Según las teorías filosóficas y las principales legislaciones, Posada desarrolla con su característica claridad mental lo que toca saber sobre esta clave de cualquier régimen democrático. Lo hace, además, en tiempos en los que reinaba el caciquismo, en los que la Dirección General de Correos era el cargo más codiciado para propiciar pucherazos que permitieran perpetuarse en el poder. En aquella época, no sorprendía que los grandes caciques contaran con familiares en ese puesto, como en el caso del cuñado de Alejandro Pidal.

Las observaciones de Posada se mantienen intactas. Y en especial aquellas que apuntan a la educación cívica como requisito imprescindible para poder votar. Defiende, con entera razón, que no resulta posible ejercer tal derecho sin ese crucial fundamento, proyectable sobre todo en su fase preparatoria, cuando decidimos por una u otra opción. Aunque se trate de un asunto de psicología social de primera magnitud, es antes un deber ciudadano que precisa ser formado e informado, para que no degenere y amenace a la democracia misma.

Lu Tolstova

Pese a que considere al sufragio como la fórmula menos imperfecta que existe para conducir los destinos de un pueblo, el jurista asturiano insiste en la imperiosa necesidad de difundir sin cesar los misterios del sistema político para que la mayoría de los ciudadanos lo conozcan y lo respeten. Equipara ese objetivo con la enseñanza obligatoria, universal y gratuita, diseñada para procurar un mínimo cultural a la sociedad. Al ser el elector un «funcionario del Estado» en el momento de introducir su papeleta en la urna, Posada no concibe que carezca de adecuado discernimiento sobre lo que más conviene a su país.

En esto compartía el criterio de Giner de que el voto requiere un mínimo de aptitud intelectual y moral en el cuerpo electoral, motivo por el que las normativas de medio mundo impiden votar y ser votados a menores, perturbados, delincuentes o personas sometidas a tutela o curatela. Hasta ciertos ordenamientos americanos exigían, además, saber leer y escribir para poder hacer uso de este trascendental derecho.

Los acontecimientos electorales que se suceden últimamente en España y otras naciones, en los que alcanzan resultados significativos partidos con planteamientos insostenibles, conectan con estos razonamientos de hace ciento veinte años. Como entonces, no hemos acertado demasiado al elevar el nivel del elector, renunciando a aleccionarle para que sepa vivir en una democracia moderna, procurándole nociones elementales acerca de la organización y dirección de su Estado.

Solo un profundo déficit en la preparación sobre estas cuestiones puede explicar el apoyo que determinadas propuestas populistas e iliberales obtienen en cada elección. No pocos votantes que carecen de conocimientos podrían dejarse llevar, sin embargo, por las influencias de gentes más enteradas, como sucedía en tiempos de Posada. Pero esto tampoco ocurre hoy, por la ausencia de élites capaces de guiar con espíritu crítico el voto, lejos de sesgos o clichés en uno u otro sentido.

El sufragio capacitario tampoco parece ser la solución, y no solo por lo complicado de situar el listón académico que faculte el sufragio en un concreto umbral, sino porque las titulaciones no son ya ninguna garantía de capacidad o saber. Jamás tuvimos tantos diplomas colgados de la pared y tantas necedades perpetradas a diario por sus titulares, lo que descarta esa limitación.

Lo esencial continúa siendo forjar una opinión pública libre a través de los medios y de la escuela, que no se deje embaucar por cortinas de humo o milongas. Y que sea capaz de criticar incluso a los afines ideológicamente, si estima reprobables sus derivas. Nada hay peor para una democracia que ese sufragio gregario, liberado de cualquier racionalidad, como el actual. Esos electores serviles que ni ven ni quieren ver lo evidente acostumbran a seguir el rastro del beneficio personal o de grupo, en un zoquete clientelismo ajeno por completo al bien común.

Sin sociedades responsables a la hora de votar, en suma, no esperemos virguerías, sino una progresiva degradación democrática que siempre suele acabar como el rosario de la aurora.

  • Javier Junceda es jurista y escritor