La caída del imperio
En sesenta extraordinarias fotografías y textos, retratan con fidelidad un sueño americano convertido en ocasiones en verdadera pesadilla
La decadencia española coincidió con un notable esplendor cultural, capaz de inmortalizar en el arte o las letras ese progresivo declive que transformó a una pujante superpotencia en una nación irrelevante. Parte de nuestro glorioso Siglo de Oro cubre esta etapa, al igual que un Barroco que trataba de ocultar a golpe de recargados ornamentos un contexto social paupérrimo. Aunque ahora lo nieguen sus orgullosos súbditos, existen otros imperios que han seguido ese mismo ocaso, o continúan inmersos en él, haciendo de ese desplome materia de una insuperable literatura o música. Es el caso norteamericano, con tendencias artísticas estimables y comerciales, pero de indudable tono crepuscular.
Dos relevantes observadores del universo estadounidense, Gerardo Piña-Rosales y Daniel R. Fernández, han puesto sus plumas y cámaras al servicio de esa cruda realidad. En sesenta extraordinarias fotografías y textos, retratan con fidelidad un sueño americano convertido en ocasiones en verdadera pesadilla. Su libro Instantáneas a dos voces, en el que Piña glosa las imágenes de Fernández y viceversa, detalla el desmoronamiento de una sociedad sin más señor que el dinero, y en el que los descartados solo cuentan para la creación literaria, como por cierto también sucedía en la picaresca setecentista, en pleno repliegue de nuestro apogeo imperial.
Aunque una imagen valga más que mil palabras, en esta obra lo escrito sobre ellas permite incrementar en otras mil esa descripción de la verdad que esconden unas calles cada vez más hispanounidenses. El mayor porcentaje de extravagancias y excentricidades que salen en sus páginas, sin embargo, no las protagonizan hispanos, sino gringos desnortados en entornos sin demasiado futuro, orden ni concierto, en el que el todo vale lleva décadas erosionando los cimientos de un país que paradójicamente continúa imprimiendo en sus dólares la frase «en Dios confiamos».
Ese lema llevó un buen día a un policía yanqui a bajarse de su Harley para pedirme que le enseñara una moneda o billete de euro. Saqué uno del bolsillo, se lo entregué, se quedó mirándolo un buen rato por ambos lados y al final me lo devolvió sentenciando muy campanudo: «ese dinero de ustedes es diabólico, porque no pone nada de Dios, a diferencia del nuestro». Ese guardia no sale en el libro que comento, pero debiera hacerlo por pensar así en un lugar en donde las cosas han cambiado tanto en las últimas décadas y hacia derroteros contrarios a los que él defiende, de retorno a unos principios en los que se inspiraban los padres fundadores, cada vez más arrinconados.
Como los vientos norteamericanos suelen alcanzar rápido al resto de Occidente, al controlar la industria del entretenimiento y dictar con ella las modas y costumbres a que debemos atenernos con marcialidad, desde hace años asistimos a la agonía de un modelo considerado en su día la quintaesencia del éxito, y que se tambalea en la actualidad en un océano de insustancialidad y completa pérdida de referentes.
Esta deriva comenzó cebándose primero con la institución familiar, potenciando alternativas que solo han conducido a la multiplicación del número de terapeutas encargados de atenuar sus aciagas consecuencias. Lo siguiente ha sido la moral, auténtica obsesión de una cultura de la cancelación extendida como la espuma por el medio académico, encantado de ese deplorable totalitarismo. Y el objetivo final ha sido la política, introduciendo en ella, como nunca se había producido antes en Estados Unidos, una banalidad de auténtica vergüenza ajena, de la que cuesta creer que dependan tantísimos dilemas a lo largo y ancho de este mundo.
Solo en una sociedad descentrada cabrían propuestas y candidatos como los que lideran las formaciones mayoritarias, con independencia de sus mejores o peores condiciones personales. Algo así apunta, desde luego, al atardecer de un sistema que no tardará en llevarse por delante, si no lo ha hecho ya, un estilo americano que se aleja bastante de aquella brillante meta centrada en la «vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad» que quedó plasmada en 1776 en la gran Declaración de Filadelfia.
Piña-Rosales y Fernández, privilegiados testigos de este trágico hundimiento, llevan décadas escribiéndolo y fotografiándolo con primor. Y han logrado embellecerlo hasta extremos insospechados, porque la fealdad de un naufragio puede a veces resultar bastante atractiva.
- Javier Junceda es jurista y escritor