El tufillo comunista y el síndrome de Graham Greene
Una izquierda selecta, no elegida entre la masa, que se ve a sí misma como el ideal político por excelencia, como el gobierno de hombres moral e intelectualmente superiores capaces de llevar la paz y el desarrollo a la Humanidad
El triunfo electoral del Nuevo Frente Popular en Francia ha invadido la Red y cierta prensa con unos mensajes de tufillo comunista. Mensajes que vienen acompañados de La Marsella y La Internacional. «¡En marcha, hijos de la Patria,/ ha llegado el día de gloria!/A las armas ciudadanos» y «Arriba parias de la Tierra./ En pie, famélica legión./ Atruena la razón en marcha,/ es el fin de la opresión».
En este siglo XXI, en nuestro Occidente democrático y liberal –del latín liberalis: propio de quien es libre–, dotado de libertades básicas, derechos fundamentales y gobiernos limitados; en este nuestro siglo XXI en que predomina el individuo entendido como una singularidad libre de toda coacción, en que la libertad se traduce en la capacidad para organizar la vida y el orden social y en que la igualdad es igualdad ante la ley e igualdad de oportunidades; en este nuestro Occidente, ¿hay que impulsar ahora otra revolución francesa u otra revolución bolchevique? ¿Hay que recuperar al Saint-Just defensor del Reino del Terror y del Comité de Salud Pública y al Lenin represor sin contemplaciones de la Rusia blanca? Ni hablar.
La victoria pírrica del Nuevo Frente Popular –la Francia Insumisa, el socialismo depreciado, el ecologismo y el feminismo integristas y los restos del naufragio comunista– ha generado una suerte de anhelo revolucionario de salón que, de momento, no inquieta lo suficiente. Probablemente, estén dando el primer paso: la colonización de la conciencia.
La izquierda progresista/reaccionaria, seducida y abandonada por la historia, con un mayo del 68 que se consumió por sí solo en junio del 68 y un Muro que le cayó encima en 1989; esa izquierda resulta que, ahora, ha visto, en 2024, la oportunidad de renacer. Que si el pueblo, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la justicia y el hombre nuevo. Una izquierda progresista/reaccionaria que sigue empeñada en que es la elegida por la Historia para dirigir a la Humanidad a un destino en el cual se realizarían objetivos como la autoidentidad humana, la pacificación del género humano, la justicia universal, la distribución de la riqueza o la fraternidad cósmica. Agresivos, vigilantes, los gendarmes de un mundo hecho a medida. Así se apacigua la mala conciencia de unos iluminados confortablemente instalados en el Sistema.
Lo patético del caso es el orgullo de una izquierda que ha recuperado unas creencias y obsesiones que, por derecho propio, se han ganado ya un lugar de privilegio en el museo de curiosidades ideológicas de la historia. Jean-Luc Melenchon y sus secuaces están convencidos de que la verdad está de su parte y habitan en el lado bueno de la historia. Como siempre. La insoportable pesadez de quienes insisten y persisten en hablar en nombre de la razón universal, que se creen intérpretes del espíritu de los tiempos, que afirman ser la consciencia crítica de la época.
Insoportables. Así les definió el sociolingüista valenciano Lluís Vicent Aracil, en sus entrevistas: «progres que tienen mucha devoción por la realidad, pero ningún respeto por la verdad… han tenido siempre un fundamento antihistórico… sienten odio contra la singularidad. Todo hay que plancharlo para que no quede ninguna arruga… dirigen un discurso a una gente que no conocen: la masa. La verdad es que se dirigen a sí mismo. Una especie de soliloquio… los progres lo hacen [todo] al revés. Lo concreto es fantástico y lo abstracto es realidad. Un fenómeno absoluto de alienación… si no fueran tan obtusos, verían que obtusos son».
Unos progres que dan la razón al psicólogo social conductista norteamericano Leo Festinger cuando afirma –teoría de la disonancia cognitiva– que los individuos con marcados antecedentes ideológicos son incapaces de ver los hechos que contradicen las creencias con las que han nacido y crecido. Los progres siempre están en el buen camino.
El aristocratismo –que haría las delicias de Aristóteles– de la izquierda cree ser el mejor gobierno en todo y para todos. Una izquierda selecta, no elegida entre la masa, que se ve a sí misma como el ideal político por excelencia, como el gobierno de hombres moral e intelectualmente superiores capaces de llevar la paz y el desarrollo a la Humanidad. Agitación del pueblo, conducción del pueblo, adulación del pueblo y gobierno de los elegidos. Una aristocracia que –vuelve Aristóteles– cultiva con esmero el totalitarismo.
Unos políticos e intelectuales que en su día retrataron Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa en su Manual del perfecto idiota latinoamericano... y español (1996) que tuvo continuación en El regreso del idiota (2007). Políticos e intelectuales que tildan de «panfleto», o fango, cualquier crítica aduciendo que estamos ante ideas «reaccionarias, derechistas o neoliberales».
Merece la pena recordar al anciano del Suplemento al Viaje de Bougainville, de Diderot: «No nos des la lata ni con tus necesidades ficticias ni con tus virtudes quiméricas». Que nos dejen respirar. Hartos estamos ya de ese tufillo comunista de corte bolivariano propio de los intelectuales y políticos que, víctimas del síndrome de Graham Greene, quedan fascinados por el dictador de izquierdas. En España, por ejemplo.
- Miquel Porta Perales es escritor