Normalizar el español
Nada de eso sucede aquí, en que la cooficialidad del vascuence, del catalán o del gallego se plantea en términos de completo desplazamiento del español, relegado no ya en las escuelas, sino de la vida social en su conjunto, aunque sea verdad que sobrevive de puertas adentro en infinidad de hogares
Cuando circulas con la radio encendida por ciertas partes de España no sabes muy bien si estás atravesando Eslovenia o Eslovaquia. No encuentras emisora en castellano. Resulta posible recorrer kilómetros y más kilómetros por la piel de toro sin sintonizar a alguien que te hable en cristiano. Y sospecho que esas radios están untadas hasta las cejas por la Autonomía de turno para imponer su lengua vernácula frente al español, profundizando en delirantes propósitos ideológicos. Se han generado, además, pingües negocios ligados a esta disparatada estrategia en las regiones con idiomas cooficiales, a través de sus medios de comunicación y su cultureta asociada, todo ello convenientemente regado de un generoso dinero público que tantas veces procede del bolsillo de los españolitos de otras provincias.
En algunos aeropuertos ocurre algo parecido. En la cartelería desaparece también el español, limitándose a rotular en sus hablas propias y en inglés. Llama la atención que en potentes aeródromos mundiales, como el JFK, figure en las señales informativas el castellano junto al inglés, algo sin embargo impensable en terminales ubicadas en determinados territorios peninsulares.
«El castellano es la lengua oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla», reza el artículo 3.1 de nuestra Constitución. Aunque la deriva política e institucional se haya focalizado en torno a los otros apartados de este precepto dedicados a la cooficialidad, la facultad de emplear el español debiera continuar siendo capital. Y no lo es. Como prevén los sistema constitucionales, los ejecutivos nacionales tienen siempre que asegurar la promoción permanente y la defensa de la utilización de la lengua común, difundiéndola entre sus ciudadanos y divulgándola más allá de sus fronteras.
Nada de eso sucede aquí, en que la cooficialidad del vascuence, del catalán o del gallego se plantea en términos de completo desplazamiento del español, relegado no ya en las escuelas, sino de la vida social en su conjunto, aunque sea verdad que sobrevive de puertas adentro en infinidad de hogares, como es fácil de comprobar si conoces su realidad cotidiana. Por más que insistan en su eliminación, el castellano resiste en ámbitos domésticos como gato panza arriba, pese a la insufrible presión de aquellos que pretenden imponer un totalitario panorama exclusivo y excluyente frente a la lengua oficial del Estado.
Que un idioma que hablan seiscientos millones de personas en el planeta deba vérselas en su cuna con problemas así, parece una broma pesada. Más del once por ciento del producto interior bruto mundial descansa en la gramática de Nebrija, un impresionante poder de compra de los hispanohablantes con tendencia creciente a corto y medio plazo, y no solo en su ámbito geográfico propio. Sin embargo, este imparable desarrollo del factor eñe, en términos socioeconómicos, no está siendo capaz de hacerse el hueco que le corresponde donde nació, y pese a que el marco jurídico haya sido diseñado para esa convivencia entre nuestra koiné y ese otro «patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección», como la Constitución califica a las distintas modalidades lingüísticas existentes en el país.
Urge normalizar al español en toda España. No podemos continuar asistiendo por más tiempo a su arrinconamiento. Debe articularse con prontitud y consenso entre los principales actores políticos una tutela legal general de su uso y presencia pública, aunque comparta espacio con otras expresiones locales. Así sucede en Irlanda, por ejemplo, nación en la que escuchas por las calles a pocos conversando en gaélico, pero sí lo emplean para rotular los edificios oficiales, junto al inglés. Que se haga lo posible por evitar que muera una lengua ninguna relación guarda con marginar a la que está vivita y coleando, que tiene derecho a servir como modo de comunicación habitual entre la gente.
No entender el asunto de la cooficialidad en estos parámetros de sensatez no solo es descabellado, sino que produce indudable daño a las comunidades autónomas que no lo interpretan así, en forma de asientos vacíos en sus universidades, cancelaciones de reservas turísticas o un zoquete aislamiento de un mundo que es cada vez más hispanohablante, les parezca bien, mal o regular a los que soñaban con un escenario diferente.
Insisto: resulta inaplazable normalizar el español en España.
- Javier Junceda es jurista y escritor