Socialcristianos
Frente al marxismo y al liberalismo, Maritain apuesta por una tercera vía que ponga la dignidad humana en el centro, apostando por una economía alejada tanto de la codicia como del colectivismo alienante
La Universidad Internacional de Verano de Santander, luego Menéndez Pelayo, acogió antes de la Guerra Civil unas memorables jornadas sobre pensamiento. Por aquél entonces desfilaron por la Magdalena los gigantes del momento, desde Ortega a Zubiri, pasando por Menéndez Pidal o Marañón. Entre ese selecto elenco se incluirían también destacadas personalidades extranjeras, como Jacques Maritain, que en agosto de 1934 vendría desde Toronto a ofrecer seis lecciones sobre «los problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad», posteriormente publicadas en libro bajo el título Humanismo Integral.
Leídas sus consideraciones noventa años después, puede afirmarse que envejecen bastante bien. Y que conservan gran utilidad para una sociedad tan diferente a la suya. Esta obra, que sirvió de guía a determinados movimientos de tinte democristiano en Hispanoamérica, continúa encerrando claves de sumo interés en el terreno ideológico, que sería irresponsable olvidar.
Su visión parte de la irrenunciable búsqueda del bien común en cada generación, que es algo más que la suma de los bienes particulares. Insiste, además, en hacerlo bajo un prisma de libertad, a través del cual el hombre pueda desarrollar un óptimo nivel de vida en lo material, intelectual y moral. Y confía, en fin, en un necesario grado de pluralismo para alcanzar esos objetivos, a partir del núcleo familiar, esencial en cualquier comunidad.
Frente al marxismo convertido en una atea religión materialista y al liberalismo en otra adoradora del becerro de oro, Maritain apuesta por una tercera vía que ponga la dignidad humana en el centro, apostando por una economía alejada tanto de la codicia como del colectivismo alienante. En realidad, su credo socialcristiano persigue un avance de los pueblos que potencie la iniciativa privada, pero atemperada a los principios de solidaridad y subsidiariedad. No postula esa óptica ninguna sopa boba, ni paguitas disfrazadas de supuestos derechos, sino la entrega de cañas para poder pescar al que de verdad lo necesite. Y tampoco ampara un superdesarrollo a cualquier precio que prime «el tener sobre el ser», como años después recordaría san Juan Pablo II en una de sus celebradas encíclicas.
Encuentro muy sugerente traer al presente esta doctrina en tiempos en los que el único horizonte político parece situarse en el liberalismo y la socialdemocracia, en sus versiones ortodoxas o en sus variantes más populistas. Existe, sin embargo, otra forma de ver las cosas con mayor toque humano, que reconoce la equidad; la igualdad circunscrita a las oportunidades y nunca a los resultados; la función social de la propiedad alejada de lo confiscatorio; los derechos laborales y sindicales no concebidos como palos en las ruedas al progreso, sino como sus imprescindibles colaboradores; la trascendencia del hombre; la cultura en la que la tradición y la excelencia cobran especial valor; o, en fin, el afianzamiento de unas democracias en las que los valores operan como antídoto frente a cualquier totalitarismo real o encubierto, del signo que sea.
Así lo han estimado en Europa numerosos sindicatos y partidos, abrazando estas tesis socialcristianas desde hace décadas. Los bávaros, por ejemplo, votan en masa a una formación de este tipo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, contribuyendo a la gobernabilidad del país cuando se ha terciado. Tal vez la eficacia de estas ideas y su poderosa capacidad para vertebrar como es debido a una sociedad cada vez más compleja estén detrás del éxito de este católico y pujante Estado federado, que sigue al frente de la locomotora alemana desde que existen registros.
El socialcristianismo que bebe en las fuentes del humanismo maritainiano goza, desde luego, de una salud envidiable. Por eso debiera calar en los partidos que se autoproclaman 'liberal-conservadores', por llamarse de alguna manera. Su fórmula de éxito enraíza en la esencia humanística, en nuestra herencia social y cultural, permitiendo afianzar una prosperidad que no deje atrás a los verdaderamente excluidos y en la que la decencia impere. Un panorama así no es quimérico. Algunos de los españoles más preclaros, como el venerable director de este periódico entre 1911 y 1933, no dejaron de proponerlo en su día. Devolver su ideario al primer plano de la vida política española sería una formidable noticia, aunque los vientos reinantes apunten a la indefinición, en este y en otros muchísimos ámbitos.
- Javier Junceda es jurista y escritor