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En Primera LíneaJavier Junceda

Volunturistas

Piénsese en la llamada soledad no deseada en la que malviven nonagenarios recluidos en sus hogares, que podría paliarse con una simple conversación diaria, o la colaboración en comedores sociales y residencias, visitas a enfermos o atención a los marginados

«Caridad con trompeta, no me peta», recuerda el refranero evocando la recomendación bíblica de dar limosnas discretamente. No pocos voluntarios, sin embargo, continúan exhibiéndose sin rubor en las redes, algo que me repatea con especial intensidad. Además de pudientes somos buenos, parecen querer decirnos estos campeones de la filantropía. Un misionero en América me lo confesó sin rodeos: preferimos que nos manden el dineral que esos pasajes les cuestan a sus familias, para aplicarlos en infinidad de necesidades apremiantes. Aunque para los que viajan la experiencia resulte inolvidable, siempre he visto con bastante recelo este volunturismo, tan cargado en ocasiones de esnobismo.

Lu Tolstova

«Deja ya de colgar fotos en internet rodeado de niñitos africanos y ayúdanos de una vez a recoger la mesa», le recriminaron con toda la razón unos sufridos padres a su activista hijo oenegenero. He conocido casos así, en los que el altruismo acostumbra a concentrarse en las vacaciones, ignorando a lo largo del año innumerables penurias. Incluso en los propios meses de la canícula, los aprietos que padecen cientos de personas en sus entornos más cercanos debieran promover en estas almas cándidas idéntica inquietud a la que manifiestan al atravesar océanos hacia remotos poblados. Piénsese en la llamada soledad no deseada en la que malviven nonagenarios recluidos en sus hogares, que podría paliarse con una simple conversación diaria, o la colaboración en comedores sociales y residencias, visitas a enfermos o atención a los marginados. En Cáritas o en cualquier parroquia grande o pequeña te pueden informar al detalle sobre estas desgraciadas situaciones, que siguen precisando de montones de manos.

Meses atrás, uno de mis hijos me vino con el cuento de que quería irse en verano de cooperante al quinto pino. Sus amigos también lo pensaban hacer. Traté de sugerirle que mejor arrimara el hombro en la tarea de beneficencia doméstica que nos propusiera el señor cura. No debió de seducirle demasiado el planteamiento, porque pronto dejó de hablarme del tema y de comentarme las imágenes que sus colegas subían al ciberespacio sudorosos y devorados por insectos. Ahí comprobé la poderosa carga adjetiva que estas cosas encierran en la actualidad, alejadas del exclusivo premio inmaterial que debieran suponer.

Sin juzgar intenciones, me da la impresión de que muchos de estos volunturistas persiguen lo mismo que los que organizan esas obscenas verbenas de papel cuché para recaudar fondos para los más desfavorecidos. O los que orquestan operaciones de marketing en el tercer mundo para captar clientes en origen, ofreciendo su desempeño profesional allí a cambio de una nauseabunda campaña de publicidad aquí en periódicos, radios y televisiones. Si el fin no justifica los medios, en estos casos menos, porque la dignidad de los beneficiados debiera estar muy por encima de cualquier cálculo social, económico o farandulero.

Me hago cargo de que hay quien busca potenciar estas expediciones para favorecer en los que se desplazan vivencias capaces de despertar vocaciones dormidas. Pero empezar por el desvalido vecino de la escalera tampoco está nada mal para lograr ese loable propósito, aunque sea menos vistoso. Desde luego, debo reconocer que prefiero a los que salen cada día de su casa en la madrugada para ir a dar desayunos a ancianos desamparados, sin decir ni mu, que a aquellos que hacen transbordos y más transbordos para dirigirse a la Conchinchina a participar en estos repelentes volunturismos de los que hablo.

Por descontado que existe una auténtica legión de ángeles que asume el voluntariado en el extranjero con ejemplar entrega a los necesitados y una generosa disponibilidad durante el tiempo en que allí están. Pero, al igual que en los aeropuertos, tendrían que idearse arcos de seguridad para filtrar a los volunturistas de los que no lo son, e impedirles que embarquen con móviles y cámaras, para que puedan valorar la esencia de lo que van a hacer, incompatible por completo con ese impúdico alarde ante terceros.

¡Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha!, proclama el Evangelio sobre estas cosas que, con reserva, se practican por pura humanidad. Las demostraciones públicas de virtudes suelen ser reveladoras de todo lo contrario. O se espera de estos honorables gestos solamente un reembolso moral, o me temo que son un genuino cuento chino.

  • Javier Junceda es jurista y escritor