Puritanismo progre
A este paso terminaremos midiendo nuestras expresiones como hacían en 'La Codorniz' para sortear a la censura. O a hablar en clave. Lo que en el fondo se esconde aquí es la ausencia de sentido democrático en los que insisten en estas malditas prácticas
Tararear por la calle determinadas canciones de los ochenta puede traerte problemas. Si algún ofendidito te escucha y le da por ponerlo en conocimiento de las autoridades, ya tienes el lío montado. Lo mismo sucede con los piropos, las miradas, o los simples comentarios que hagas alejados de la actual tiranía de la corrección política. La estrategia totalitaria que está detrás de todo esto se ha llevado a las leyes para tratar de imponerse socialmente, y sin darnos cuenta hemos comenzado a vivir como en una dictadura.
Ahora ni se puede opinar de ciertas épocas históricas más que en un sentido, ni censurar la infinidad de desvaríos que alientan cada dos por tres estas criaturas. Desde que llegaron a la escena pública no han cesado de criminalizar el pensamiento corriente y moliente, haciéndonos pasar por un trágala infumable en los más variados terrenos. Defender algo tan elemental como la diferencia entre un hombre y una mujer resulta hoy arriesgado, pero no patrocinar que un chiquillo de corta edad pueda decidir cambiar de sexo de un día para otro. Enfrentar las innumerables barbaridades que llevan años proponiendo, próximas al delirio patológico, es casi una heroicidad en una sociedad pastueña que se ha ido tragando todos esos despropósitos como si tal cosa, sin poner pie en pared para preservar su forma de ver la realidad y la verdad que hay en ella.
Cuando España era una democracia, a nadie se obligaba a seguir a un grupo musical que interpretara temas con letras escandalosas y puestas en escena desvergonzadas. Podían compartirse o no sus formas, pero no pasaba de ahí. El rechazo se limitaba a la reprobación pública y poco más, porque se entendía que la libertad amparaba que tuvieran fieles incondicionales, aunque de pésimo gusto. En la actualidad ese panorama es inviable, por un deplorable puritanismo progre que no deja de forzarnos a vestir de caqui y a hacer lo que a ellos les da la gana que hagamos.
Esta repelente ola de estandarización que pretende obligarnos a un odioso lenguaje único y a dinamitar la formidable variedad de planteamientos que son la esencia de cualquier democracia, no deja de extenderse. Y lo peor es que crece el número de personas encantadas de servir como correa de transmisión de esa indecencia, despertando viejos fantasmas del pasado. Por lo que se ve, ya no están solos los cuáqueros en esta cargante tendencia, sino que los acompañan ahora aquellos que procuran sin descanso hacernos comulgar a los demás con ruedas de molino, aun cuando poco haya que moler ahí.
Este infame neopuritanismo lo protagonizan los extremistas que tenemos la desgracia de soportar, con su contumaz objetivo de colocar en la ley conductas afines a sus postulados y de penalizar al discrepante, porque lo suyo sigue siendo convertir en blanco y negro realidades que siempre fueron en tecnicolor, presionándonos para hacer o dejar de hacer según qué cosas, y para comportarnos de conformidad con sus dogmas, por más que sean un soberano disparate.
A este paso terminaremos midiendo nuestras expresiones como hacían en La Codorniz para sortear a la censura. O a hablar en clave. Lo que en el fondo se esconde aquí es la ausencia de sentido democrático en los que insisten en estas malditas prácticas. No son capaces de comprender algo tan básico como que en una nación cohabitan ciudadanos de muy diverso pelaje que no tienen obligación alguna de aceptar pulpo como animal de compañía. Es esa pluralidad el mayor tesoro de cualquier país, que por más que se empeñen no es posible sustituir por herramientas jurídicas que busquen instaurar un pensamiento normalizado incapaz de persuadir a la inmensa mayoría. Estos nuevos puritanos, obsesionados con la máquina de concebir preceptos para atar corto a los que piensan diferente y convertir en un infierno la convivencia, no son solo unos pelmazos de mucho cuidado, sino unos totalitarios de marca mayor.
«Si no puedo bailar, no es mi revolución», gritaban en el mayo francés. Habría que recordárselo a esa colección de impresentables que siguen atormentándonos con su afán de implantar una uniforme y estúpida manera de vivir y pensar, reglamentada en los más ridículos detalles y con abierta hostilidad a la heterodoxia.
- Javier Junceda es jurista y escritor