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Luis E. Íñigo

Quo fugis, educatio?

Pero en fin, estemos o no de acuerdo con lo que dice el profesor Bardera, la buena noticia es que sea un trabajador de la enseñanza el que lo escribe y lo publica, alguien que habla desde la trinchera de las aulas, no desde el despacho de los políticos

Leía ayer en El Món las declaraciones de Damià Bardera, un profesor de secundaria catalán que acaba de publicar un libro en el que denuncia la cruda realidad de la educación en Cataluña y el malestar de su profesorado. El título de la obra constituye ya toda una proclama: Incompetències bàsiques: Crònica d'un desgavell educatiu (Incompetencias básicas: Crónica de un desbarajuste educativo) y las palabras de su autor, una crítica demoledora a la política educativa de la Administración catalana. El titular de la entrevista es elocuente: «La escuela, como institución —dice el profesor—, ha abdicado de enseñar». Acierta el señor Bardera. Acierta, al menos, si entendemos por enseñar proporcionar a los alumnos los conocimientos, no solo teóricos, sino también prácticos, que necesitarán para incorporarse a la vida adulta y convertirse en miembros productivos de la sociedad y ciudadanos críticos.

Se me objetará que nunca como ahora han proclamado las leyes educativas tan alto y tan claro ese objetivo. Y quien así lo afirme tendrá razón. Pero la cuestión no es lo que dicen las leyes educativas, sino lo que se hace en las escuelas. Y nunca como en nuestros días, o al menos yo así lo creo, ha habido tanta distancia entre la teoría y la práctica, entre lo que se dice y lo que se hace.

En este sentido, el profesor catalán pone en dedo en la llaga, en muchas llagas, diría yo. Dice sin rubor que debería exigirse más a los aspirantes a ejercer la profesión docente, pues al igual que nadie se indigna de que a los futuros médicos se les pidan notas altas para entrar en la Facultad de Medicina, porque la población quiere ser operada debidamente cuando lo necesita, tampoco deberíamos hacerlo cuando de lo que se trata es de enseñar debidamente. Y es cierto. En los últimos años la enseñanza pública apenas selecciona a sus docentes; primero, porque el nivel de los egresados de las facultades y escuelas de magisterio ha caído en picado, lo que obliga a los tribunales que juzgan las pruebas de acceso a ser menos selectivos si no quieren dejar las plazas sin cubrir, y segundo, porque es tan alto el número de docentes que se necesita que incluso los que obtienen un cero en las pruebas de la oposición acaban trabajando, antes o después, como interinos.

Asevera también que la práctica política de las últimas décadas, desde que la educación básica obligatoria se extendió a los 16 años y los profesores de secundaria tienen a todos los alumnos en sus aulas, ha apostado por el autoengaño. La expresión es mía, no suya, pero creo que no puede llamarse de otra manera a exigir cada vez menos a quienes aspiran a recibir el título de Graduado en ESO, maquillando unas cifras cuyo única meta parece ser no que los alumnos aprendan más, sino que las tasas de fracaso escolar y de abandono escolar temprano se acerquen a los objetivos europeos que nos hemos comprometido a alcanzar. Ocultamos así los problemas, no los resolvemos, y los problemas que no se resuelven tienden, con el tiempo, a agravarse.

Y denuncia también el profesor Bardera algo muy importante: el exceso de burocracia. Nada más cierto. La mejora del sistema educativo, si es que se produce alguna vez, entendida como enseñar más y mejor a la mayor cantidad posible de alumnos, permitiendo que cada uno de ellos aprenda todo lo que le permiten su capacidad y su esfuerzo, no va a llegar nunca de la mano del papeleo. Y nunca ha sido tan burocrático nuestro currículo como en la actualidad. ¿Cuándo entenderán nuestros políticos, y sus pedagogos de cabecera, que la educación no va a mejorar porque se obligue a los docentes a planificar al detalle cuanto enseñan, registrar con minuciosidad de entomólogo lo que los alumnos hacen y aplicar para su evaluación centenares de criterios que hasta el menos avispado de los padres sabe que no hay tiempo material para valorar de forma adecuada? Lo que funciona en la cabeza de un experto casi nunca funciona en un aula real, con un par de docenas de niños de una diversidad creciente y cada vez más compleja. El maestro debe dedicar su tiempo a sus alumnos, no a sus papeles, y menos aún a los papeles de otros que hallan su razón de ser precisamente en la existencia de esos papeles de utilidad más que dudosa.

La entrevista también es interesante, sin embargo, porque, llamado el libro a desmontar tópicos, su autor parece también caer sin darse cuenta en algunos de los más comunes. No es cierto que los inspectores ayudemos a maquillar las cifras y demos siempre la razón a los padres; simplemente, hacemos cumplir la ley, nos guste o no, pues ese es nuestro trabajo. Tampoco entiendo que don Damià, tan crítico con el fracaso escolar, deje caer la consabida y sacrosanta defensa del catalán en las aulas como elemento innegociable cuando sabe, o debería saber, que la lengua materna mayoritaria con mucho en Cataluña es el castellano y el fracaso escolar se concentra precisamente en los castellanoparlantes, forzados a cursar, contra toda evidencia pedagógica, la educación básica en una lengua que no es la suya.

Pero en fin, estemos o no de acuerdo con lo que dice el profesor Bardera, la buena noticia es que sea un trabajador de la enseñanza el que lo escribe y lo publica, alguien que habla desde la trinchera de las aulas, no desde el despacho de los políticos amantes del titular de prensa y el tópico fácil y los pedagogos de salón que creen tener las aulas en su cabeza pero se acercan bien poco a visitarlas. Y qué decir de los inspectores. Si no las visitamos más, es porque no nos dejan. Por desgracia, también nosotros somos víctimas de esa burocracia creciente y deshumanizadora que lo devora todo a su paso.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de Educación