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en primera líneaGonzalo Cabello de los Cobos

Mi amigo Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa descansa ahora junto a otros grandes amigos: Proust, Flaubert, Dumas, Cela, Faulkner… e incluso García Márquez lo ha recibido con los brazos abiertos. Porque allá arriba, estoy seguro, ya han vuelto a abrazarse

Actualizada 01:30

He sentido profundamente la muerte de Mario Vargas Llosa. Fuimos amigos íntimos durante muchos años, y aunque ya han pasado algunos días, sigo sin lograr reponerme del todo. Cada vez que pienso en él me invade un vacío difícil de explicar. Es una mezcla de ausencia e imposibilidad.

MI

Lu Tolstova

Al principio nuestra amistad no fue fácil, tengo que admitirlo. Y la culpa fue mía. Me costaba entender lo que Mario quería transmitirme con sus ideas, y esa dificultad, en vez de afrontarla con humildad, la disfracé de rechazo. Quizás yo era muy joven y no entendía lo suficiente sobre la política caribeña. Ahora, con más años, comprendo que cada historia tiene su momento.

Pero bueno, a medida que lo fui conociendo de verdad, todo cambió. ¿No les ha pasado alguna vez? Conocer a alguien, juzgarlo apresuradamente, y luego tener la suerte de descubrir lo equivocado que estabas. Cambiar de opinión así es un acto de reconciliación con uno mismo, una de esas pequeñas alegrías que nos recuerdan lo profundamente humanos que somos. Tuve mucha suerte.

Mario siempre fue paciente conmigo. La edad nunca fue un problema entre nosotros. Me regaló de forma generosa innumerables horas de compañía y nunca sentí que la diferencia de generaciones fuera una barrera. Más bien al contrario. Creo que a él le estimulaba estar conmigo, ya que, a medida que íbamos pasando más y más tiempo juntos, sus ideas se volvían cada vez mejores. ¿O tal vez fue eso lo que me pasó a mí? No sé.

Porque Mario era muchas cosas, pero sobre todo era curiosidad e innovación. Su imagen de señor burgués distaba muchos kilómetros de la realidad. Dentro de Mario bullía un universo inquieto, moderno y siempre ávido de nuevos conocimientos en todos los campos. En este caso, en el interior de Mario había muchos Césares. Pero siempre era riguroso en lo que hacía, sobre todo en lo referente a la lengua. Para él era un instrumento precioso que había que cuidar. Siempre insistió en eso.

Ambos compartimos alguna cicatriz que nos unirá al menos hasta que yo viva. Y eso también ayudó mucho a fortalecer nuestra íntima relación de amistad. Su infancia tiene algo que ver con la mía. Recuerdo cómo me lo explicaba una noche de invierno de hace ya varios años. Su niñez en Cochabamba y Piura, sus desencuentros con la figura paterna y, sobre todo, la fuerza que obtuvo de todo aquello. Una amargura que convirtió en valentía y que hizo de él lo que nadie quería que fuese: un escritor.

Cuántos días y cuántas historias compartidas… Recuerdo, por ejemplo, aquella de la ciudad y los malditos perros, o la de la picante casa verde. Esa otra con su tía Julia, ¡menudo escándalo! París y su bohemia, Lituma, o el famosísimo chivo. La triste niña mala, las atrevidas cinco esquinas… y tantas, tantísimas más. Todas distintas, todas iguales, pero siempre de Mario.

Y luego, claro, la política. Él mismo se reía de todo aquello, una vez quedó atrás. Como pez en el agua, decía con sorna cuando me relataba aquella aventura tan personal. Y es que hay errores que, por nobles, son perdonables. Creo que incluso él terminó por perdonarse a sí mismo esa obstinación suya de querer hacer del Perú un lugar mejor. Siempre ocurre lo mismo: los mejores acaban por resignarse y se refugian en sus ricos mundos interiores, rendidos ante la violencia implacable de la mediocridad.

Mario, además, era una persona graciosa sin proponérselo. Era un hombre contradictorio en general. Empecé a intuirlo con las historias que me contaba sobre su detestado Leoncio Prado, y lo confirmé, sin lugar a dudas, con las peripecias de Pantaleón y su ya famosísimo servicio de visitadoras. Dios mío, cuánto disfruté escuchando cada detalle, conociendo uno a uno a los personajes que iba describiendo, cada anécdota, cada tristeza. Como si el mundo entero cupiese en su mirada. Ahí comprendí que Mario era un genio: la finura del eufemismo y la ironía convertidas en letra para mi propio deleite, y de quienes supieran escuchar de verdad. No sé cuántas veces me contó la misma historia, créanme si les digo que muchas, pero es que uno siempre quiere volver a aquello que le hace feliz. Por eso yo siempre vuelvo a Panta.

Su vida personal era suya. O al menos, eso intentaba. Odiaba la fama con la misma intensidad con la que amaba los libros. Solo diré, porque merece ser dicho, que al final volvió con su gran Patricia. Esa mujer a la que todos los que lo conocíamos bien terminamos queriendo. Todo lo demás, sus distracciones, no fueron más que aire superficial y frío. Tiempo perdido que, por suerte, él sí supo enmendar a tiempo.

Mario Vargas Llosa descansa ahora junto a otros grandes amigos: Proust, Flaubert, Dumas, Cela, Faulkner… e incluso García Márquez lo ha recibido con los brazos abiertos. Porque allá arriba, estoy seguro, ya han vuelto a abrazarse. Un ojo morado no puede interponerse para siempre entre dos tipos tan grandes.

Mientras tanto, yo me quedo aquí abajo. Con la enorme tristeza de saber que no volveré a escuchar una historia nueva de Mario Vargas Llosa, pero también con la tranquilidad de tener las antiguas. Porque, aunque nunca lo conocí en persona, si les soy sincero, creo que nuestra amistad no habría sido muy distinta a la que hemos tenido en el plano de la literatura, que es también el de las ideas. Yo lo sé todo de Mario, porque Mario está en cada una de sus palabras y él, aunque nunca lo supiese, también lo sabe todo de mí.

Por eso, solo me queda darle las gracias por todas las horas de disfrute y aprendizaje que me regaló sin pedirme nada a cambio, como hacen los verdaderos amigos.

Y eso, querido lector, es la literatura. Al menos, para mí.

  • Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista
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