El progresismo como mentalidad (II)
La vida religiosa se convirtió en la primera forma institucionalizada de autodestinación social. Desde entonces la persona podía reivindicarse sin quedar fijado en su destino por su linaje
La Revolución Francesa opuso el individuo y la ciudadanía a los linajes o sujetos genealógicos que habían protagonizado la vida política durante el Antiguo Régimen y desde las primeras sociedades políticas occidentales. En el orden religioso había ocurrido mil ochocientos años antes, cuando el cristianismo se proclamó religión de almas y no de tribus o linajes.
Aunque la nueva religión distinguía sin separar al individuo del pueblo, la afirmación del sujeto individual como sede de la libertad ante Dios (y su juicio) dio forma al conjunto de la civilización europea según un modelo pionero: la cancelación de las dimensiones genealógicas del sujeto en la profesión de la vida religiosa monástica mediante los votos de pureza, pobreza y obediencia.
Ajenos a la procreación, la propiedad y el poder civil, los religiosos suspendían los vínculos con sus linajes y abrazaban un oficio cuya misión no se podía recibir como herencia familiar, sino que requería la libre determinación personal. De ese modo, la vida religiosa se convirtió en la primera forma institucionalizada de autodestinación social, y, por tanto, de emergencia del individuo como sede electiva de las formas de vida.
Desde entonces el sujeto individual –la persona– podía reivindicarse sin quedar fijado en su destino por su linaje. Y así fue, por ejemplo, en tanto que sujeto del consentimiento matrimonial y enfrentándose a los linajes (Montescos y Capuletos). No fue hasta 1563 en Trento cuando se definió formalmente que la validez del vínculo no requería el consentimiento paterno.
La universidad fue la institución que amplió esa libertad individual al ámbito de los oficios civiles, al capacitar a los individuos para perseguir su propio futuro guiándose de una inclinación interior, y no de la destinación social que fijaba su estirpe. Fue en las universidades de la cristiandad europea donde las nociones religiosas de vocación y profesión se amalgamaron en la de vocación profesional. Y fue allí donde el futuro mundano –a imagen de la salvación– se hizo también efecto de la propia libertad biográfica y no de la ascendencia.
Uno tras otro, todos los ámbitos de la cultura moderna fueron configurándose mediante esa afirmación del sujeto ante las dimensiones genealógicas (La Invención de lo humano, 2007). Pero, en algunos momentos cruciales, esa afirmación de la subjetividad individual se convirtió en ruptura dialéctica mediante la desautorización de toda forma de antecedencia: ocurrió con Lutero en el orden de la religión y con Descartes en el filosófico. Por supuesto que hay mucho de apreciable en ellos, pero lo que ahora interesa es que ambos contraponen al individuo como la sede de la certeza de la salvación y de la verdad, con explícita repulsa de la tradición y de todas las dimensiones genealógicas de la fe o el saber.
Ese antagonismo se hizo eruptivo y violento en las revoluciones y constituyó el corazón del progresismo como posición prevalente de la modernidad. Una vez enfrentadas las ideas de libertad y de toda antecedencia condicionante, el individuo se origina a sí mismo en el nuevo marco de los estados modernos, cuyo adanismo es correlativo al del ciudadano. Desde entonces, no ya el oficio, el matrimonio o la posición social anteriormente fijada por los linajes, sino lo que se puede creer, saber o preferir tenía que surgir de la autonomía desvinculada del individuo, que solo así se hacía justicia a sí mismo.
El futuro se abrió como el campo ilimitado del progreso que se convirtió, además, en la unidad de medida del pasado convertido en infancia tutelada. Hegel terminó de dar forma a esa visión con la afirmación de lo nuevo como la negación de lo viejo: el pasado se conserva en el presente mediante su negación. Y una vez cancelado todo vínculo con el pasado, el futuro deviene el tiempo de lo ilimitadamente posible. Así que desear lo imposible no solo había dejado ser absurdo, sino que constituía el impulso histórico del progreso y de su autoconciencia, el progresismo, cuya encarnación histórica es el Estado.
Además, sin saberlo, Darwin y la evolución habían convertido la forma biológica de la especie en el antepenúltimo vestigio de la genealogía como destinación. Consiguientemente, la autoafirmación ya no se podría detener ni ante la dualidad sexual de una especie mamífera, ni ante la polaridad heterosexual del deseo. Una cosa y la otra no son –por naturales que se pretendan– más que restricciones de la libertad individual, es decir, mera biología que los reaccionarios pretenden convertir en destino.
Familia, naturaleza, polaridad sexual, tradición y hasta el lenguaje mismo que soporta todo lo anterior como sentido común, no son más que allanamientos de la ilimitada disposición de sí en que consiste la libertad. En cambio, quienes violentan las estructuras lógicas del lenguaje, la polaridad heterosexual del deseo, la dualización mamífera de los sexos, la continuidad embriológica del crecimiento fetal, las tradiciones y convenciones morales, y, en suma, suspenden en su conciencia el ascendiente de cualquier tipo de ascendencia, ésos, son la vanguardia libertaria del progreso.
Los adelantados políticos del progresismo, es decir, quienes ejercen el poder sobre sí de elegir la eutanasia, de cambiar de sexo o de ‘orientación sexual’, por ejemplo, no solo ejercen la libertad consumadamente, sino que nos hacen libres a los demás convirtiendo en electivo el hecho de no matarnos ni cambiar de sexo. Sin ellos nuestro convencionalismo sería sumisión. En cambio, la mera desafección del suicidio y la eutanasia, del incesto, del transformismo quirúrgico de sexo, del poliamor, de la hibridación genética o quirúrgica con otras especies o con suplementos tecnológicos de nuevas y acrecentadas potencias cognitivas, no son más que avasallamientos de la conciencia en represiones atávicas.
Ser progresista es creer que la libertad es el resultado de la transgresión elevada a derecho.