El progresismo como mentalidad (III)
El Estado capacita al individuo para darse origen y forma a sí mismo sin vinculación alguna con las precedencias que lo constituyen
Que el corazón violento de la revolución sigue latiendo en el progresismo contemporáneo se pone de manifiesto en el anhelo por cancelar toda precedencia. Ni las singularidades mamíferas de nuestra especie, ni las tradiciones culturales o morales en las que vivimos, ni la familia o la estructura lógica del lenguaje pueden suponer ningún condicionante sobre la ilimitada disponibilidad de sí del sujeto. Para el progresismo, el Estado capacita al individuo para darse origen y forma a sí mismo sin vinculación alguna con las precedencias que lo constituyen.
Toda prefiguración de la existencia –como, por ejemplo, el sexo biológico– reduce al sujeto a la condición de mero ‘actor’ de una vida cuyo guion no ha escrito. La concepción progresista de la libertad nos pretende ‘autores’ en exclusiva no ya del curso de nuestra vida, sino de nuestra propia identidad, que solo es la de un sujeto libre si éste se la debe a sí mismo por entero. Cualquier clase de disminución al respecto lo es también de la libertad. Y de ahí que la idea misma de Dios sea un atentado contra la libertad del sujeto porque le disputa la condición de autor. Luego para que nazca el sujeto libre es necesaria la muerte de Dios.
El deicidio es el epítome de la lógica cancelatoria de toda precedencia: nada que dispute el carácter ilimitado del poder sobre sí del sujeto es respetable para la libertad. Ni la genética de la especie y del linaje familiar, ni la historia de las comunidades políticas y culturales, ni el propio cuerpo e identidad del sujeto modelado por todo lo anterior, pueden ser asumidos en una existencia libre si no es en el marco jurídico y fáctico de su disponibilidad para cambiarlos. Y es lo que hacen posible el Estado y la tecnociencia creando derechos y nuevas posibilidades técnicas.
Por eso, se pone a los niños a salvo de los prejuicios paternos inoculados familiarmente, o se les libera de la prefiguración gramatical del pensamiento heteropatriarcal mediante la titularidad estatal de la educación. Así que es el Estado el que sustituye todas las instancias subyugantes de la existencia: la biología, la familia, las tradiciones morales, religiosas. Ser libre es, pues, vivir según el horizonte de posibilidades crecientes e ilimitadas abierto por el Estado. Y ser progresista es no ver en lo anterior la imposición –totalitaria en términos culturales– de un punto de vista ideológico que se tiene a sí mismo como el único democrático y que, con ese título, aspira incluso a desautorizar y hasta proscribir legalmente a los demás por antidemocráticos, es decir, no progresistas.
Como adivinó Tocqueville, «el despotismo, que en todas las épocas es peligroso, resulta particularmente de temer en los siglos democráticos», porque se presenta como la realización misma de lo democrático. Se trata de «un poder inmenso y tutelar» al que «le gusta que los ciudadanos disfruten, con tal de que no piensen sino en disfrutar. Trabaja mucho para que sean felices, pero pretende ser el único agente y árbitro de esa felicidad». Y todo ello según una concepción anómica de la libertad en cuyo nombre se puede y debe allanar toda discrepancia.
Todo lo anterior se sigue de un malentendido antropológico según el cual la libertad requiere su independencia de las formas zoológicas, genealógicas e histórico culturales que la han hecho posible. Y así, por ejemplo, el patrimonio genético o el sexo no son sino potenciales imposiciones restrictivas. Ni rastro, pues, de la experiencia masivamente mayoritaria de los seres humanos de todos los tiempos, que no han padecido su sexo como una restricción a su libertad, sino como la forma singular y venturosa de la completa realización de lo humano en uno mismo.
Otro tanto ocurre al respecto de la pretendida autoría exclusiva del sujeto. Por supuesto que aspiramos a conducir nuestra vida, pero, sencillamente, no es verdad que pretendamos hacerlo en exclusividad. De hecho, aspiramos a poder hacer de nuestra vida una historia de coautorías cruzadas con aquellos sin los cuales vivir tendría menos sentido. No es la autoría solitaria la forma plenamente libre de una existencia, sino exactamente lo contrario, es decir, la populosa forma coral de una vida repleta de relaciones, amores y amistades con intensas dependencias mutuas.
Los hombres somos una conversación (Gadamer), y nadie es más libre y más sí mismo por su soledad, sino en una vida poblada por aquellos cuya libre autonomía no solo no disminuye, sino que crece y se multiplica con el impulso de su mutua dependencia. Eso es una familia, un grupo de amigos, incluso un país capaz de vincular agradecidamente a los vivos entre sí y con sus muertos.
Y de ahí que, si se diera el caso insólito de un Dios dispuesto a sumar su voz al coro de voces cuyo diálogo nos constituye, la vida humana misma se desbordaría en una plenitud de otro modo impensable. De hecho, la idea de una omnipotencia creadora de seres libres es de suyo la de una omnipotencia conversacional, ante la que la libertad humana no solo no desfallecería, sino que la conversación que somos cobraría una riqueza y profundidad insospechables.
El sujeto que se pretende autor en exclusiva del guion de su vida se hace, por ello mismo, solitario en un monologuismo delirante. Medio en serio medio en broma, Lewis aseguraba que la política debe cuidar de apenas de la familia, la amistad y la soledad. La mentalidad progresista no está tan lejos como parece, pero considera al individuo solitario lo primero y, consecuentemente, hace de la soledad desvinculada el principio al que siempre se ha de poder volver. De manera que familia y amistad tienden a disolver sus diferencias en la misma medida que desaparecen los vínculos incondicionales. Sin embargo, basta con experimentar que la soledad solo es un lujo –imprescindible– en el contexto previo de relaciones incondicionales como las familiares y duraderas como las amistosas, para alejarse del núcleo generativo de la antropología progresista y del imperativo de hacer ‘libres’ a los demás, aunque no quieran.