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El blues de la Concha

Los médicos son amables e inquisitivos. Van seguidos por alevines con batas blancas. Se sientan confiados a los pies de la cama. Tocan, palpan, auscultan, siempre preguntan. Dan confianza y un cierto respeto que amnesia las cuestiones programadas

Los días de hospital son curiosos. Por las noches entran las enfermeras, te despiertan y te sacan sangre, te despiertan y te meten inyecciones, te despiertan introduciendo un termómetro por tu oreja, te despiertan y te preguntan si necesitas algo. La primera noche, una máquina hacía «pi pi pi», agudo, fuerte y constante cada vez que se estropeaba. Llamada a la enfermera: «la máquina hace pi». Venían y hurgaban en los cables de mi vecino de 95 años, nonagenario, sordo y miope, alimentado por vía intravenosa por la máquina que hace pi. Aullaba de dolor cada vez que en su cuerpo consumido buscaban una vena, una arteria. Atado a la cama, porque desatado se quitaba las vías y arrancaba los cables poniéndose en pie. Inmóvil, con pañales. Le dieron el alta a los dos días de mi entrada. El caballero amenizaba mis noches con sus gritos y lamentos, mayores cuando menor era la cercanía de las enfermeras; hacía gargajos y escupía sobre la cortina que separó nuestras camas. Manchas rojas y verdes que ni siquiera me daban asco.

Le siguió como compañero de habitación un obrero manual, nacido en Castellón, que había venido con su mujer a tener una hija. Salió diabético, algo anunció ya su extraña entrada en calzoncillos, delgado como Gandhi y peludo de nariz para abajo. Las enfermeras se sentaban con él y le contaban la versión optimista de qué hacer con su vida a partir de ahora.

Los médicos son amables e inquisitivos. Van seguidos por alevines con batas blancas. Se sientan confiados a los pies de la cama. Tocan, palpan, auscultan, siempre preguntan. Dan confianza y un cierto respeto que amnesia las cuestiones programadas. Cuando salen, dignos y afables, la máquina les saluda con un «pi» sostenido que ignoran. ¡Que inventen los enfermeros! Ellos son los yedai del hospital, enfundados en sus sencillas batas blancas con el estetoscopio a modo de cordón de mando. Algunas enfermeras llevan colgada una pequeña muñeca sobre el pecho izquierdo. Uniformes y colores jerarquizan el hospital donde los sillones y las servilletas son azules intensas, azul mahón de la Seguridad Social.

Una prueba la suspende mi doctor. Es la que había mandado aquella médico de urgencias a quien comenté que sus apellidos Angulo y Dávila eran clásicos de España; «y de Perú», me contestó. Quería ser médico desde que estaba en cuarto de primaria en su tierra del altiplano. Otra prueba la adelantan. La organización es alta y precisa, la posibilidad de dormir no.

La auxiliar de limpieza me explica que a ella lo que le gusta es dar palos hasta que haya sangre cuando le indico que abusa verbalmente del abuelo porque está atado en la cama. Me pregunto si tengo cara de cura, cosa que dudo dado el tiempo que llevo sin afeitarme ni pelarme.

A pesar de estar bien sostenido, vigilado y cuidado por legiones de mujeres, el deseo unánime de todos es conseguir el alta hospitalaria, momento que no celebras porque sales disparado del sitio donde mejor te han tratado en mucho tiempo.