Evocación y reivindicación política de la figura de Juan Pablo II
«Juan Pablo II fue un protagonista en la caída del comunismo», y lo fue «por razones fundadas; porque el vacío espiritual de los países gobernados por los partidos comunistas era cierto, el Papa tenía razón»
El 16 de octubre de 1978 el arzobispo de Cracovia, Karol Wojtila fue elegido Papa. Se cumplen, pues, cuarenta y tres años de su acceso al papado. Hoy es san Juan Pablo II y ha pasado a la historia no solo por ser el primer pontífice no italiano desde 1523, sino por haber sido protagonista de uno de los hechos más decisivos de la historia del siglo XX: haber combatido con las ideas y solo con la palabra la leyenda del comunismo, haber propiciado el desmantelamiento de su represión sobre pueblos de legendaria inspiración occidental y liberal, como Polonia, y por haber sido capaz de transmitir a los ciudadanos la energía para enfrentarse al que parecía invencible después del desigual equilibrio de fuerzas surgido de las heridas de la II Guerra Mundial: la URSS. Por eso quisieron matarle, utilizando el único medio que han sabido emplear para acabar con los disidentes, los rebeldes y quienes se les enfrentaban: el asesinato político. A sus órdenes, un mercenario turco de inolvidable nombre –Ali Agca–, quiso acabar con su vida en plena plaza de San Pedro cumpliendo las instrucciones de intermediarios que todos sabemos a quiénes obedecían.
Y quiso la fortuna que su titánica tarea en favor de la libertad coincidiera en el mundo libre con líderes con el arrojo, la determinación y la firmeza de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, quienes, por cierto, también sufrieron atentados por su vida. Gorbachov colaboró desde el interior del corrupto sistema soviético en desmontar su solo aparente fortaleza, pues desde el fin de la guerra se sostuvo por la cruel eficacia de sus servicios secretos, el fácil recurso a las armas y la facilidad para reprimir la larga relación de movimientos y ciudades que jalonan hoy el camino hacia la libertad de los pueblos centroeuropeos: Praga, Varsovia, Budapest, Cracovia, Bucarest y, sobre todo, Berlín.
Coincido con el pronunciamiento del líder comunista italiano Mássimo D'Alema, que en 1998 sería primer ministro de Italia, y quien afirmó: «Juan Pablo II fue un protagonista en la caída del comunismo», y lo fue «por razones fundadas; porque el vacío espiritual de los países gobernados por los partidos comunistas era cierto, el Papa tenía razón». Y con la opinión de otra relevante figura de la política de esos años; Mijaíl Gorbachov, quien declaraba en 1992 en el diario La Stampa: «Lo sucedido en Europa del Este hubiera sido imposible sin la presencia de este Papa». El Papa recibió a Gorbachov en varias ocasiones, y entre ellas en 1990 y en 1993, cuando la URSS ya había caído.
Viví varios meses en Polonia en 1974 y regresé en 1989 cuando la semilla de la disidencia polaca, comandada por otro valiente, Lech Walesa, había ya germinado y, con la inestimable ayuda del Papa desde el cetro del Vaticano, había emprendido acciones morales, capaces de seguir alimentando la lucha por la liberación del pueblo polaco. Quiero evocar aquí que uno de los primeros actos que Wojtila protagonizó como Papa fue viajar a su querida Polonia y congregar en sus plazas y calles a cientos de miles de ciudadanos, ávidos de libertad, que escucharon las bellas palabras de un hombre que hablaba su misma lengua y que, con la sencillez y la humildad como grandes armas, iba a liberar a su pueblo de una tiranía. Por ello, es Juan Pablo II el hombre al que más he admirado en mi vida, y sé de su fortaleza para acometer lo que parecía imposible: derribar el muro que avergüenza a la historia del siglo XX. Y también por ello, pienso que la humanidad necesita hombres con la visión estratégica del mundo que tuvo Juan Pablo II y con su capacidad para dirigir y guiar a una generación en la palabra de la fe cristiana. Y ese hombre fue Wojtila. El mundo espera y necesita dirigentes como él.
Carlos Abella es escritor