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Los niños de la Transición

La mayoría de españoles seguimos soñando todavía hoy con un futuro compartido de democracia, tolerancia y concordia. Un futuro en el que quepamos todos, en el que no haya exclusiones, rupturas o menosprecios

Quienes nacimos en torno a 1960 o en los años inmediatamente posteriores –yo nací en 1963– fuimos testigos adolescentes de todos los cambios políticos que se produjeron en España a partir de 1975. Aún éramos unos niños cuando se inició el proceso que luego se acabaría denominando la Transición, pero aun así creo que la mayoría de esos niños fuimos ya entonces plenamente conscientes de todos los acontecimientos históricos que se irían sucediendo casi sin parar entre la segunda mitad de los años setenta y el inicio de la década siguiente.

En mi caso, yo tenía doce años cuando murió Francisco Franco y cuando volvió la Monarquía a nuestro país, felizmente encarnada en el Rey Don Juan Carlos. Aún recuerdo hoy con suma nitidez mis sensaciones y mis miedos en aquellos lejanos días de noviembre de 1975, pues había quienes vislumbraban una posible nueva Guerra Civil en un horizonte temporal no demasiado lejano. Quizás por ello muchas de mis lecturas de entonces estaban centradas en intentar conocer a fondo todo lo que ocurrió en nuestro país entre 1931 y 1939. Tras alguna de esas lecturas, acabé con lágrimas en los ojos, desconsolado por nuestro desgarrador pasado fratricida y temeroso de que tal vez se pudiera volver a repetir inevitable y fatalmente cuatro décadas después.

Fue entonces cuando me prometí a mí mismo que a lo largo de mi vida nunca diría o haría nada que, por acción u omisión, pudiera contribuir a acabar conduciéndonos de algún modo a la desunión, a la división o incluso a otro posible enfrentamiento entre hermanos. Siempre he pensado que esa misma promesa se la hicieron también entonces a sí mismos millones de compatriotas, con independencia de su edad y condición, soñando igualmente con un futuro compartido de democracia, tolerancia y concordia.

El niño que yo era aún en aquel momento empezó a seguir con creciente esperanza todo lo que fue sucediendo a partir de mediados de 1976, en especial el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, la aprobación y posterior validación en referéndum de la Ley para la Reforma Política y la celebración de elecciones generales el 15 de junio de 1977. Me alegró mucho la victoria de Suárez y de la UCD, que era la formación a la que yo habría votado de haber sido ya entonces mayor de edad. Lo habría hecho así porque me encantaban su talante social y liberal, su respeto máximo hacia el adversario político y su moderación.

No pude votar aún tampoco en el referéndum para la ratificación de la Constitución, en diciembre de 1978, ni en las elecciones municipales de abril de 1979. En aquellas fechas, yo era un adolescente de quince años que sacaba unas notas más bien algo flojas en el instituto, que soñaba con ser director de cine algún día y que se interesaba cada vez más por la política española. Gracias a ese interés, empecé a darme cuenta de verdad de lo extremadamente complejo y difícil que estaba siendo el camino iniciado hacía apenas tres años y de los peligros que lo habían amenazado y que todavía lo acechaban, en especial la barbarie terrorista y la crítica situación económica.

La fragilidad institucional y política aún existente entonces se haría todavía más patente para mí a principios de 1981, primero con la dimisión de Suárez y luego con el golpe de Estado del 23 de febrero, que frenó el Rey. Desde la altura de mis diecisiete años, percibí que en aquel momento la inmensa mayoría de españoles estuvimos quizás más unidos que nunca, con independencia de nuestras propias ideas y creencias. Tras superar entre todos aquellos instantes tan delicados, llegamos con normalidad democrática a las elecciones generales de octubre de 1982. Por fin era yo ya entonces mayor de edad, por lo que pude ejercer por primera vez mi derecho al voto. Mi papeleta fue para el CDS.

A principios de los ochenta, los nacidos en torno a 1960 dejamos de ser ya sólo meros testigos del devenir histórico de nuestro país para empezar a ser también, en cierta forma, protagonistas del futuro de España, junto con millones de compatriotas de las generaciones precedentes. Parecía que entonces teníamos todo el tiempo del mundo ante sí, pero casi en un soplo han pasado ya, ay, casi cuarenta años.

Quienes fuimos niños durante la Transición somos hoy unos venerables adultos casi a punto de jubilarse. Pese al tiempo transcurrido, muchos de nosotros seguimos todavía hoy imbuidos de aquel espíritu de búsqueda del consenso y de la reconciliación que caracterizó aquellos años decisivos. Quizás por ello nos molestan ahora tanto los exabruptos, los excesos verbales y las faltas de respeto que vemos casi cada día en la escena pública, vengan de donde vengan.

Por suerte, creo que la mayoría de españoles seguimos soñando todavía hoy con un futuro compartido de democracia, tolerancia y concordia. Un futuro en el que quepamos todos, en el que no haya exclusiones, rupturas o menosprecios. Seguramente, ese sueño de unión ha sido y será siempre nuestro sueño más hermoso y necesario, nuestro sueño más anhelado y mejor.

Josep María Aguiló es periodista