Ellos no quieren aprobados regalados
Al final, todos tendrán su título de Secundaria o de Bachillerato, su medalla en el concurso, aunque nunca saltaran el obstáculo o aprobaran matemáticas de segundo
Lola es mi vecina. A sus nueve años, me contó, feliz, que iba a participar en un concurso de hípica. Estuvimos hablando un buen rato de cómo conseguía lidiar con algunos de los caballos más testarudos. Me contó lo orgullosa que se había sentido cuando logró que uno de ellos, famoso por sacar a los jinetes volando por encima de las orejas, terminase el recorrido de saltos. Cuando me la encontré después del concurso, me dijo que todo había sido un desastre y que la habían eliminado. «Pero da igual, a todos nos dieron una medalla».
He pensado mucho en Lola estos días en los que se van filtrando los pormenores de la nueva ley de educación, la enésima de la democracia, demostración de la manifiesta incapacidad de nuestros políticos de llegar a un acuerdo en algo tan esencial como la formación académica de las futuras generaciones. Todo indica que, sin entrar en detalles de cuántas horas de tal o cual asignatura tendrán o cuál será el uso del español en las autonomías con otra lengua cooficial, en este proyecto salta por los aires la ley del esfuerzo. Como si la educación de nuestros hijos se pudiera asimilar a una actividad deportiva de fin de semana: aquí lo importante es que todos obtengan medalla.
Lo curioso es que Lola me dijo que no entendía por qué le daban medalla, que realmente no la merecía y que tenía la sanísima intención de seguir peleando cada fin de semana con ese pony tan terco hasta conseguir que entrara por derecho en los saltos. Lola quiere trabajar, quiere esforzarse, quiere lograr el reto que se ha propuesto, quiere saltar y quiere que la medalla que le den el día que lo consiga tenga un valor. No quiere una medalla regalada. Con nueve años, lo ha entendido fenomenal. Quizá deberíamos presentársela a la ministra.
En este punto de la argumentación es fácil caer en el buenismo educativo en el que llevamos, en peligrosa pendiente deslizante, desde que en tiempos de Mariacastaña a nuestros mayores no les dejaban pasar del «Cuarto y Reválida» con una sola falta de ortografía y chavales que aún no habían entrado en la adolescencia eran capaces de colocar todos los afluentes del Segura sin que les temblara el pulso. Ese buenismo malinterpreta la máxima de que «lo importante es participar» –cierto es que no todos tienen, ni pueden, ni deben ganar– y la confunde con la idea de que, para evitar frustraciones, todos quedan igual. Como la diversidad de un aula es siempre amplia –desde el suspenso hasta el sobresaliente, todo cabe–, para evitar que unos pocos que no avanzan sufran porque no avanzan, es mejor que no importe quién avance. Al final, todos tendrán su título de Secundaria o de Bachillerato, su medalla en el concurso, aunque nunca saltaran el obstáculo o aprobaran matemáticas de segundo.
Repartidas las medallas, los títulos y los falsos aprobados, la sociedad puede llegar a tener la errónea sensación de que todos han triunfado. Pero, no nos engañemos, entre los que recibieron el diploma que no merecían, se darán dos casos. Los que, como Lola, comprendan que lo importante era saltar y se esfuercen hasta conseguirlo y los que, por el contrario, se acomoden en la medalla regalada. Devaluar la educación bajo la premisa equivocada de que el esfuerzo genera sufrimiento es no entender que, en realidad, el esfuerzo es el mayor motor de la autoestima.
Lola ganará su merecida medalla y estará orgullosa de ello. Es cuestión de tiempo y perseverancia. No le quitemos la oportunidad de demostrarlo. Y cuando consiga saltar ese obstáculo que hoy se le atraganta, mirará al siguiente, que será aún más alto. Si no salta el primero, por muchas medallas que tenga, nunca llegará más lejos.
- María Solano Altaba es decana de la Facultad de Humanidades y CC. Comunicación de la Universidad CEU San Pablo