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Franco está vivo gracias a Zapatero y a Sánchez

Franco está vivo solo para quienes no tienen mucho más ni mejor que ofrecer a los españoles, porque necesitan su sombra y su fantasmal presencia para parecer lo que no son

Hace unos días se ha evocado el 46 aniversario de la muerte de Franco. Yo tenía 28 años en 1975 y recuerdo muy bien todo el tiempo en que fui contemporáneo suyo, como niño, adolescente, estudiante inconformista y joven con ansia de libertad, su largo mes de agonía y también las muchas noches previas a ese día en las que el rumor era que de esa noche «no pasaba». Nos reuníamos amigos –¿te acuerdas Luis, recuerdas Bernabé?– en nuestras casas y especulábamos como sería la sucesión y cuál sería el devenir político, social y económico de España. Más de una noche creímos, por error, que su fin ya había llegado, y con él un nuevo tiempo, lleno de esperanza. Como millones de españoles, y con la misma claridad de entonces, recuerdo las palabras del nuevo Rey, que nos ofrecía una Monarquía para todos, en libertad y democracia.

Mi generación no había vivido la Guerra Civil más que en los muchos libros que se escribieron sobre ella y las evocaciones de nuestros padres y familiares, que nos hablaban de asesinatos, de trincheras, de paredones, de paseos, de fusilamientos, de «checas», de delaciones, y de enfrentamientos entre hermanos. Mi madre me había contado el terror de la Barcelona dominada por los anarquistas y con mi padre compartí la asfixia que la prolongación del régimen personalista y dictatorial que Franco provocó en la sociedad española. Creí en las palabras de Don Juan Carlos en su ceremonia de coronación, y creí en los tímidos intentos de liberalización que trajo su primer Gobierno y sobre todo creí que la elección de Adolfo Suárez había dado un impulso definitivo a que la gente de mi generación apostáramos por el futuro de España y en consecuencia por cooperar en su logro, en el olvido de lo que tanto nos había divido. La Ley de Amnistía fue clave, porque en contra de lo que creen hoy los ignorantes fue concedida por la Corona y el Gobierno de UCD a quienes habían protagonizado actos políticos contrarios a la Dictadura, incluso con sus gotas de sangre, y ahora quieren hacernos creer que fue para que los franquistas se amnistiaran a sí mismos. ¿Quién llevaba las pancartas en esos días coreando en Cataluña y País Vasco los lemas, «Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía»?

No fue fácil la concordia. ETA y algunos grupos de extrema derecha trataron de boicotearla y costó convencer a la izquierda de que caminara con nosotros en ese itinerario de acuerdo y no de ruptura. La ayuda del PCE de Santiago Carrillo fue clave, porque obligó al PSOE a apostar por el olvido y la reconciliación. Juntos se hizo una Constitución de consenso y se desarrollaron leyes que permitieron el acuerdo social, y la equiparación de derechos y libertades con los países europeos en los que llevábamos años mirándonos y se pactó una organización del estado más descentralizada. Suárez había dicho aquella bella frase de Antonio Machado: «Está el ayer abierto / al mañana, mañana al infinito, / hombres de España: ni el pasado ha muerto, / ni está el mañana –ni el ayer– escrito».

Ese difícil equilibrio duró años, y aun con lógicas discrepancias entre unos y otros, existió un entendimiento básico, que nos permitió llegar hasta el año 2004, en la que un cúmulo de errores y circunstancias trajo la desgracia de que al frente del Gobierno del PSOE se situara un personaje que no tendrá nunca un aeropuerto a su nombre, –salvo que Maduro decida darle uno– ni recibirá el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, como Adolfo Suárez, y de cuyo nombre no quiero acordarme porque él fue quien decidió resucitar a Franco, indultar a ETA, y desde entonces, en la vida política española se utiliza todo el tiempo el adjetivo fascista, el mantra de la extrema derecha, porque para socialistas y comunistas la derecha es siempre extrema derecha. Y este PSOE, que siempre sintió la tentación de la traición, lo hizo ya a la República, y ahora lo está haciendo a la Transición, está dispuesto a arrastrar de nuevo a los españoles al enfrentamiento civil, al desprecio a los valores y a la verdad histórica.

Cooperador necesario de esto es el sucesor del que no quise recordar su nombre, porque ha hecho de su débil y pobre ejecutoria un perfecto ejercicio de fortaleza aparente, y ha convertido luchar contra el espectro de Franco en el gran argumento de su lamentable y penoso paso por la Presidencia del Gobierno de España. Quien es incapaz de pasar página del pasado, nos habla campanudamente del fututo; quien se pasa el día condenando el golpe de Estado de 1936, indulta y gobierna con quienes lo dieron en 1934 y en Cataluña en 2017, y quien es incapaz de olvidar la sangre derramada durante la guerra y la posguerra, perdona y pacta con quienes desde 1968 mataron a más de ochocientos españoles inocentes, dejando sin investigar los 300 atentados sin autor conocido. Indulta a Junqueras pero no a Landelino Lavilla o Paco Fernández Ordóñez porque según ellos «la inercia del franquismo se extendió hasta 1982». ¡Qué inmorales son! Capaces son de enviarse unas balas y unas navajas al ministro del Interior para que pareciera que lo habían hecho los de Vox. Este es el Gobierno que quiere reescribir la historia. Decía el otro día Arcadi Espada en uno más de sus espléndidos análisis en El Mundo, que el PSOE lleva dos derrotas en su historia reciente: la Guerra Civil y la Transición. Esta última fue mitigada por los gobiernos de la Corona y de UCD que quisieron –con razón– que fuera obra compartida como la Constitución, pero ya no hay nadie de UCD que salga a defender su papel crucial y generoso en esa etapa.

Franco murió el 20 de noviembre de 1975 y está vivo solo para quienes no tienen mucho más ni mejor que ofrecer a los españoles, porque necesitan su sombra y su fantasmal presencia para parecer lo que no son. 

  • Carlos Abella es escritor