Fundado en 1910

Opinión pública y hegemonía

La opinión pública se forma, tanto en una democracia como en un régimen autoritario, a base de las informaciones que suministran los medios. El control de dicha opinión pública será el escenario del conflicto por parcelas de audiencia entre poderes políticos, económicos y sociales

«La primera de todas las fuerzas es la opinión pública», escribe Simón Bolívar. La opinión pública ya es definida como importante por Nicolás Maquiavelo. En Europa son las burguesías holandesa e inglesa del siglo XVII las que usarán los medios de comunicación para generar una opinión favorable a su participación en el poder político porque tienen ya el económico.

Cuenta Velarde Fuertes sobre el aristócrata Mirabeau, donde un contertulio preguntó si era la mano la que manejaba la lanza y la respuesta fue: «La maneja la opinión y, por consiguiente, es la opinión la que se debe trabajar». La anécdota es de hace dos siglos, ya tenían claro dónde incidir.

La opinión pública se forma, tanto en una democracia como en un régimen autoritario, a base de las informaciones que suministran los medios. El control de dicha opinión pública será el escenario del conflicto por parcelas de audiencia entre poderes políticos, económicos y sociales.

Los medios consiguen crear un clima de opinión extendiendo un conjunto de puntos de vista, juicios de valor y líneas de conducta que los miembros de la sociedad deben manifestar compartir para no diferenciarse. Este clima de opinión es más visible en momentos excepcionales, de crisis. Javier Pradera afirma que, en esas ocasiones, «una elite de profesionales que se comporta de manera coherente y que participa de una misma escala de valores transmite sus convicciones al contenido de los medios imprime un rumbo selectivo a las informaciones, magnetiza las percepciones de la audiencia». Imponen un criterio.

Una de las consecuencias de ese envolvente clima de opinión es que los individuos al observar su entorno perciben qué opiniones y conducta pueden adoptar sin verse amenazados. Elisabeth Noelle-Neumann lo llama la «espiral de silencio»: los individuos son sensibles al pensamiento dominante y, cuando sienten que sus opiniones son opuestas, deciden callar por miedo al oprobio y a la marginación. Los partidarios de las ideas hegemónicas, al expresarse con fuerza y seguridad, producen la sensación de ser abrumadoramente mayoritarios frente a las personas que apenas osan a hablar públicamente con la sensación de representar opiniones menos valiosas y extendidas. El resultado es la creación de esa espiral del silencio: en situaciones de confrontación, aquellos que se perciben a sí mismos como portavoces minoritarios tienden a inhibir sus expresiones públicas por temor a la marginación social. Timur Kuran explica que si escuchas algo que parece que una mayoría sostiene, aunque sea una patraña, o te callas o reajustas tus preferencias al gusto del grupo. Oponerse a las ideas hegemónicas supone la excomunión política: «Toda contradicción es una traición y merece la exclusión, por eso se busca que quienes contradigan salgan, por ejemplo, del periodismo y de las universidades», denuncia Pascal Bruckner.

Esos medios asignan lo que es correcto y lo que no, reprobando al disidente y cualquier pensamiento crítico de sus dogmas. Fomenta hábitos de autocensura. Su influencia en el lenguaje obliga al antagonista a permanecer a la defensiva porque también habla con sus modos de expresión. Esa nueva hegemonía ha conseguido definir las grandes cuestiones políticas en sus términos: el derecho a decidir lo llaman cuando hablan de muerte o de secesión. Etiqueta a sus adversarios con su lenguaje que expresa sus valores. El poder de nombrar, dice George Lakoff, tiene implicaciones morales y emocionales cuando se construye un discurso articulado con un lenguaje eficaz: «si te limitas a argumentar en contra, pierdes tú, porque refuerzas su marco». El poder de la prensa es el lenguaje. El francés Venner escribe: «Dotarse de sus propias palabras y, en primer lugar, darse un nombre es afirmar su existencia, su autonomía, su libertad».

En su relato hay información interesada, tergiversada, manipulando desencadenantes emocionales y el deseo de comunión en torno a sus valores. Se apuesta por la cantidad, no por la calidad, se burlan del heroísmo y se ríen de la prudencia. Imponen su hegemonía y aseguran su posesión tratando como leprosos sociales a los disidentes. Generan emotividad ambiental, apoyados en los mitos que difunden, calificándolos de «lo que piensa la gente», cuando sus ideas surgen de minorías que pretenden, nada nuevo, subyugar a la mayoría, menospreciando su forma de pensar. «Una vez identificado el conocimiento con la ideología, deja de ser necesario discutir intelectualmente con los adversarios o abrirse a su punto de vista. Basta con desecharlos por eurocéntricos, racistas, sexistas,... en otras palabras, por políticamente sospechosos (...) Los grupos dominantes imponen sus ideas, sus criterios, su lectura interesada de la historia a todos los demás. Su poder de suprimir los puntos de vista diferentes les capacita supuestamente para atribuir a su propia ideología particularista el estatuto de verdad universal y trascendente», acusa Christopher Lasch.

«Se piensa a veces que con tantos periódicos, radios y televisiones se tienen que escuchar infinidad de opiniones diferentes. Después se descubre que es al contrario; la fuerza de esos altavoces no hace sino amplificar la opinión dominante del momento, hasta el punto de hacer inaudible cualquier otro parecer». Chomsky lo subraya: «Podemos manufacturar el consenso y asegurarnos que sus opciones y actitudes estén estructuradas de tal forma que siempre hagan lo que les digamos, incluso si tienen un modo formal de participar».

Lo que no ha salido en los medios no ha ocurrido. No tiene existencia para las masas, ni hechos ni personas. Vincenzo Sorrentino diagnostica que vivimos en un mundo de apariencias, para nosotros «lo que parece constituye la realidad».

  • Gustavo Morales es director del Club de Periodismo del CEU