Un respeto, por favor
Con lo moderno, poco a poco, las tradiciones –las casposas y las maravillosas– empezaron a desdibujarse
Los domingos por la mañana, en España, olía a limpio. Y a colonias de las que anunciaba la tele: en las que uno jugaba al billar y llegaba una y le distraía. O promesas parecidas para unos y para otras. Era el día de la camisa blanca la cual a veces imponía que las puntas de los cuellos miraran hacia arriba, después de tanto lavado y blanqueado. Muchos íbamos a misa (y en el durante) alguna mirada furtiva se intercambiaba con otro/a. Suficiente para recordar esa mirada toda la semana siguiente. Se decía que la gente se «endomingaba» y alguno aprovechaba los encuentros inevitables para apalabrar la venta de un tractor, el otro para decir que vendía su piso…
Un tiempo, en el que el «usted» y el «servidor de usted» viajaban de un lado para otro en una forma de reconocer respeto a la experiencia y estudios de la persona. El señor de la tienda de ultramarinos llevaba chaqueta blanca respetando producto y clientela…
Me contaban que en una bellísima ciudad de provincias, de cuyo nombre no quiero acordarme, la gente «bien» (ya me entienden ustedes) cambiaba la ropa de salir por la mañana a la de salir por la tarde. Ese gesto y su mensaje, hoy en día, sería incomprensible.
Eso y más cosas sostenían un país que la pobreza, que se intentaba disimular con mucho remiendo, hizo algo desconfiado, de dimes y diretes, que miraba a las tradiciones de frente, pero también de soslayo echaba un vistazo a los vientos de cambio. Hasta que llegó una mezcla de Tramontana y Cierzo que levantó manteles y mesas, sombreros, colecciones de sellos, peluquines… se cayeron cuadros de las paredes y dejamos de entrar en fila a las clases.
Lo llamaban «lo moderno». Y se aceleró con la llegada de la democracia y el pantalón de campana. Recuerdo que todo era moderno. Hasta las tintorerías y las mercerías se llamaban «La Moderna» (qué tendría que ver el hilo negro de coser con la modernez…). Y moderno, arrolladoramente moderno, era todo lo que venía de fuera. Emigrantes que venían contando vivencias de cómo ataban los perros con longanizas en Stuttgart, en Zúrich o en Liverpool, a la vez que aparcaban a la puerta del bar del pueblo el coche grande que habían comprado de tercera mano. Hasta invitaban a una ronda a todo el que andaba por allí. Con lo moderno, poco a poco, las tradiciones –las casposas y las maravillosas– empezaron a desdibujarse.
La apertura de fronteras, la llegada de tantos productos deseados y ahora alcanzables, y una manera más suelta de vivir, hizo que se fuera relajando lo que siempre se conoció como «el respeto» y se empezó a asociar lo moderno (posteriormente conocido como lo progre) con ir echando abajo cultos y ritos, formas de vivir, respeto a instituciones y trato a las personas.
Este movimiento, liberador un par de décadas atrás, no se detuvo en su justo límite y ha seguido hasta hoy, dotando (o intentando dotar) de intrascendencia casi cualquier cosa para al final acabar en algo tan viscoso como la insustancialidad general.
El maestro, pieza clave en la base del sistema social, ha sido despojado de autoridad; es un hecho. Se quiere, se habla de restaurarlo, pero al convertirse en una figura de autoridad eso, a muchos, nacidos post dictadura, poca lectura y menos cultura, se les ha aleccionado en que eso de poner un orden en las aulas es inaceptable.
Del mismo modo, los contenidos de la educación se dispersan en conceptos abstractos que no les voy a recordar. Resultado: hay regiones en España en las que a un niño/a le pides que señale en un mapa ciego donde está Almería y lo mismo se le va el dedo hacia Peñaranda de Bracamonte o cercano a la cueva de El Soplao; qué más da. Eso sí, le inculcan que España nos roba o que el número de sexos es infinito.
Hemos abandonado en nuestras relaciones internacionales ese maravilloso color gris diplomático, para volver a algo tan primitivo como el blanco y el negro; a afirmar rotundamente que hay buenos y malos y a soltar por ahí cada perla que luego, claro, nos tienen en cuenta. Vamos a ver ahora qué pasa con eso de nombrar embajadora ante la Santa Sede sin tener un plácet previo. ¿Alguien ha pensado en la cantidad de cuestiones en las que, desde hace siglos, media la diplomacia Vaticana? Las cosas en este ámbito no van de frente ni a lo bruto. Es más sutil, por si no lo saben.
Cabrían más ejemplos en este tránsito que llevamos hacia ser «uno más del montón» pero hay uno en el que andamos poco astutos: La Casa Real. A veces, permítanme, he fabulado con que si un país sin Casa Real (por ejemplo, Estados Unidos de América) pudiese comprar una (y eso se pudiera vender) cuánto llegaría a pagar por ella y así poder dar un esplendor a su Jefatura de Estado. Algo que, en el fondo, envidian e intentan emular. Pues aquí, estamos a ver si nos lo cargamos. Un respeto, por favor.
- Tino de la Torre es empresario y escritor