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TribunaJosé Torné-Dombidau y Jiménez

La amenaza

Conocidos sus polémicos y controvertidos hábitos de gobierno y su frecuente inclinación a bordear la legalidad, el gobernante Pedro Sánchez constituye una amenaza para los derechos y libertades de los ciudadanos

A los tres años y medio de aquella atrevida moción de censura de la primavera de 2018, que descabalgó a un incrédulo y reposado Mariano Rajoy, estamos en situación de valorar qué supone –para la política nacional y la vida de los ciudadanos– esa inédita coalición gubernamental sellada con el abrazo del entonces líder de Podemos, Pablo Iglesias, y de aquel secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, al que sus conmilitones expulsaron de la dirección del partido porque adivinaron sus intenciones de entablar relaciones con amistades ciertamente peligrosas.

Sí. Más de tres años permiten al observador disponer de una perspectiva útil para poder caracterizar un periodo político y al personaje que lo protagoniza como cabeza del Poder Ejecutivo.

Lo primero a destacar es la asombrosa e impensable alianza que Pedro Sánchez articuló para reunir los votos necesarios para su investidura. Le sigue la elección que hizo del partido que debía acompañarle en el Gobierno de España, Podemos, y los apoyos parlamentarios necesarios para agotar una legislatura de cuatro años, votos buscados y cosechados en el campo de minas de nacionalistas, separatistas y herederos del terrorismo vasco.

Se dirá que el Gobierno Sánchez es legal, hasta legítimo, pero tendrá que pasar a la historia con el sambenito de tratarse de una coalición con un presidente a la cabeza que no conoce límites ni fronteras éticas.

Pacta con quien sea preciso: con una ultraizquierda populista, posmarxista y antisistema que usufructúa cargos institucionales y, al mismo tiempo, se declara ufana enemiga del orden constitucional dado.

Para asegurarse el mandato, a Pedro Sánchez no le importa tener como socios preferentes a partidos que tienen su origen en ser el brazo político de una banda de terroristas cuyo proyecto político –de destrucción de la nación española e independencia del País Vasco– sigue plenamente vigente sin que haya arrepentimiento, petición de perdón o coadyuven con la justicia.

Pedro Sánchez traspasa los límites éticos. No le turba ni perturba violentar normas jurídicas, por muy elevado rango que éstas tengan, como la Constitución; ni tampoco le supone mayor incomodidad transgredir o desconocer principios jurídicos, como la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos que nuestra ley de leyes consagra plenamente. O no respeta la independencia del Poder Judicial, de la Fiscalía o de la Abogacía del Estado, pilares esenciales del Estado de derecho y del sistema democrático. O no consulta al Consejo de Estado la adopción de leyes o medidas que, por su trascendencia y alcance, debían ser sometidas a su consideración y dictamen.

Se aleja de la moral cuando acepta que, instancias ajenas a la gobernación del Estado y a las competencias que le corresponde como titular del Poder Ejecutivo, le «nombren» los ministros que deben integrar el Gobierno. Particularmente constituye otra falta de ética –que, por lo visto, no es impedimento para ostentar una cartera ministerial– nombrar a un político sobradamente conocido por su hispanofobia, su antimonarquismo y su participación en un referéndum anticonstitucional e ilegal para romper el Estado, ese mismo Estado al que ahora pretende servir como ministro. Un sinsentido. Por todo ello pasa Pedro Sánchez con tal de seguir encabezando el Consejo de Ministros.

Censurable es, igualmente, la conducta de un presidente del Gobierno que consiente un sistema de enseñanza autonómico que expulsa al idioma oficial del Estado e impide su estudio a sus connacionales.

Es esa inmoralidad, de la que omitimos más casos para no cansar al amable lector, la que convierte a este Gobierno yuxtapuesto –y a su desenvuelto presidente– en una auténtica amenaza al Estado social y democrático de derecho y a sus valores constitucionales. No respetar el derecho, adoptar decisiones con infracción de normas o de principios jurídicos; sustraer cuestiones a la competencia de los jueces y tribunales; trampear leyes y procedimientos, y eludir controles democráticos –como es silenciar a las Cortes Generales–, va más allá de la simple técnica de la invalidez jurídica que proporciona el derecho positivo para adentrarse, ineludiblemente, en el terreno de la ética pública.

Por eso, conocidos sus polémicos y controvertidos hábitos de gobierno y su frecuente inclinación a bordear la legalidad, el gobernante Pedro Sánchez constituye una amenaza para los derechos y libertades de los ciudadanos. Una amenaza para la recta gobernación del Estado democrático, que requiere, según vieja doctrina, equilibrio de poderes y sujeción al derecho, sin lo que no existirá paz social ni bases para una economía duradera y próspera. Es indudable que Sánchez diluye y sacrifica el ordenamiento jurídico a su dictado político, quede maltrecho lo que quede maltrecho.

Tal modo de gobernar lo conocemos, por desgracia, en la teoría y en la práctica. Hasta cómo la ciencia política lo llama. Se trata de un Gobierno que ronda la autocracia, el cesarismo; que incluye el culto al líder, sobrevalorado por las modernas técnicas de la comunicación política.

Es lo que se conoce en nuestro tiempo por democracia iliberal, de la que ya nos avisó Hans Kelsen: el desmantelamiento o cambio del orden constitucional al margen del procedimiento legalmente previsto. Lo llamó golpe de Estado. Toda una alarmante amenaza.

  • José Torné-Dombidau y Jiménez es profesor titular de Derecho Administrativo y presidente del Foro para la Concordia Civil