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El buenismo inútil

Lo más preocupante es que quienes deberían alzar frente a tanta falsedad sencillamente sus ideas sin zigzagueos, oponiendo a la mentira una batalla cultural desde la verdad, caen en el buenismo inútil que denunciaba Cela

Fui a la casa de Cela en Ríos Rosas una mañana de junio de 1963 con los nervios del cura de aldea al que recibe un cardenal. Se trataba de entrevistarle para una revistilla sin lectores que habíamos fundado Martín Prieto y yo. «No le recibo por usted sino por su abuelo, al descendiente de un tipo al que biografió Baroja hay que tomárselo en serio», me dijo al abrirme la puerta, en calzoncillos y con un cigarrillo de picadura bailándole en la comisura de los labios. Cela se refirió con mimo al general aventurero en Viaje al Pirineo de Lérida y volvería a hacerlo en El asesinato del perdedor, su primera novela después del Nobel. En aquella conversación recibí ya algunas enseñanzas. «Huyo de las entrevistas por injustas: las salva el entrevistado y las cobra el entrevistador» o «antes del Pascual Duarte ya sabía que el mundo lo mueven los malos, los buenos no interesan, el buenismo es inútil». Aquella mañana nacería una relación que duró hasta su muerte, ahora hace veinte años, en la que tanto aprendí.

En la política vivimos un buenismo rampante. Y a menudo más acá y más allá de la política. Noto el hueco de Cela que sin pelos en la lengua ni autocensuras en la pluma desenmascararía con tanta ironía como mala leche a lechuguinos y falsarios, a personajes vacíos aupados en la mediocridad circundante, a una ralea de inútiles con responsabilidades que les caen grandes, a tipos –y tipas– que no saben hacer la «o» con un canuto y se dedican a marcar lo que debemos hacer los demás, cómo hemos de pensar y a qué espantajos debemos seguir. Nos dan consejos para vivir sin dejar a nadie atrás y dedican su tiempo a condenar a quienes no piensan como ellos mientras se anclan, ciegos e ignorantes, en el pasado, faltos de ideas para construir el futuro. Desde la inmoral inanidad tantas veces mentida, desde biografías a menudo sin más poso que el BOE, asumen sin complejos que son depositarios de una superioridad moral que la historia de sus partidos niega con hechos.

Lo más preocupante es que quienes deberían alzar frente a tanta falsedad sencillamente sus ideas sin zigzagueos, oponiendo a la mentira una batalla cultural desde la verdad, caen en el buenismo inútil que denunciaba Cela. La evidencia es que, de una manera u otra, con un rostro u otro, si seguimos la consideración tradicional, ya bastante borrosa, de las dos aceras, la derecha y la izquierda, todos acaban comprando las nuevas banderas que la izquierda tuvo que inventarse cuando las viejas quedaron superadas, asumidas por el paso de la historia y derrotadas a golpes de realidad.

El feminismo se ha convertido en una guerra de sexos en la que el hombre es culpable sin presunción de inocencia, y figuran como sus campeones quienes, incluso hoy, dan ejemplo de machismo agobiante, aúpan a sus parejas a altas responsabilidades por el mero hecho de serlo y sueñan con maltratar a una mujer porque piensa de otra manera «hasta hacerla sangrar». La preocupación por preservar eficazmente la naturaleza ha pasado a ser una exageración proclamada por quienes en las naciones en las que su ideología totalitaria se mantuvo fueron capaces de los mayores atentados contra el medio natural en todas sus múltiples manifestaciones. Y resulta que las vacas contaminan y el Falcon presidencial no. La libertad de la persona a su elección afectiva, independientemente de su sexo, se ha mistificado por quienes, desde una ideología intransigente, se caracterizaron, y aún en muchas naciones se caracterizan, por su persecución implacable. El cuidado a los animales acaba desembocando en convertir a las mascotas en miembros de la familia y en la insólita denuncia de que los gallos violan a las gallinas… Disparate tras disparate.

Estas realidades sociales y algunas más se alzan como nuevas banderas de la izquierda en una clara contradicción con su historia, y en buena medida han sido asumidas por la derecha sin denunciar su incoherencia empírica. Otra vez el buenismo. La derecha ha soslayado la batalla cultural y sin afrontarla resultará muy difícil, a medio o largo plazo, ganar la batalla social. Una ideología debe alzar un liderazgo de ideas, no sólo es un liderazgo personal. Liderar no es mandar, o no es sólo mandar. Supone una convocatoria generosa que no excluya a quienes puedan aportar, a quienes tengan algo que decir; no ha de ser tarea de los más sumisos y palmeros sino de quienes deban contar en la construcción del futuro. A los palmeros y los sumisos ya los convoca la izquierda. Es experta en ello. Me refiero a aquellos que Cela fustigaría con el látigo de su palabra y el tizón de su pluma.

Atravesamos tiempos confusos. Europa parece despistada. Un ejemplo fue la instrucción de la comisaria Europea de Igualdad, la socialista maltesa Helena Dalli, aconsejando felicitar las Fiestas y no la Navidad. El documento, que Dalli consideraba «inclusivo», era un monumento a la exclusión. Por no ofender supuestamente a otras creencias quedaba excluido el elemento principal que construyó Europa: el cristianismo. Las protestas del Vaticano y de instituciones internacionales varias hicieron que la Comisión Europea retirara aquella insólita propuesta, pero quedaba clara la intención.

La izquierda no descansa ni en Malta y aspira a llevar sus desvaríos «inclusivos» a toda la Unión Europea. La tal Dalli ya había dado muestras de sus delirios, tipo Irene Montero, cuando fue ministra de Igualdad en su hermoso y minúsculo país. Viajé por primera vez a Malta a mediados de los setenta para entrevistar al primer ministro Dom Mintoff, creador de la República, laborista del ala izquierda, en pugna entonces con Londres. Era un político algo peculiar, ligado a Libia, al que allí concedieron muchos años después el Premio Internacional Gadafi a los Derechos Humanos. Y lo aceptó. Unir a Gadafi con los Derechos Humanos es tanto como ligar a Lastra con la Universidad de Oxford. Una broma o, en el mejor de los casos, una desmesura.

  • Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando