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TRIBUNAEL CONDE DE TEBA

La manifestación del domingo

«Llegaban de todas partes y por todos los caminos con los ojos llenos de fe, como a una Romería» (​Valle-Inclán, 'Las Guerras Carlistas')

El domingo volví a vivir. Tras muchos, muchísimos años de penas, y ese sabor amargo que te deja el luchar, aún en el ganar. No había. No había ninguna: buscaba infructuosamente esa mirada torva, ese odio, esa desesperanza, a la que tan acostumbrado, tristemente, estoy. Pero el domingo se habían borrado. Ni rastro.

Esta es mi España. La España por la que merece la pena luchar y vivir. Gentes de todos los rincones. De todas las ideologías. De todos los acentos. Comunistas y meapilas. Furtivos y guardas, labriegos y camioneros. Cazadores todos. Y todos a una. Todos defendiendo los palos del sombrajo que nos quieren quitar. Todos amigos, todos camaradas. Todos indignados pero alegres. Todos respetando. Cada uno un maestro en su mundo. Nos vitorearon, nos aplaudieron, éramos parte de su alma como lo es el torero o el futbolista de quien le roba una parte del corazón. Y éramos muchos. Muchísimos.

Me han puesto a trapo en las redes. Va en el guion. No esperaba menos. Ni miento ni me arrepiento. No me escondo. Represento a una España eterna, agónica, de recursos y de corazón inmenso. Y perpetua singladura de una forma de vida.

Nos llaman latifundistas. Casi bien, pero no exacto. En realidad somos latifundidos. Nos funden por todos lados. Seguridad social, burocracia, impuestos, gasóleo, precios por los suelos... Que yo sepa, todos estos lamevasos, buenos para el porro, y la lengua fácil desde lejos, por detrás, como las hienas. A la cara, poco, y ante mi caballo, menos.

Esta comparsa de inmundos reptiles jamás ha dado trabajo a nadie en el campo. Fuera de comprar huevos camperos, que siempre faltan en sus casas (y los camperos también). Nos llaman caciques. Con orgullo y una pizca de soberbia les respondo que nuestro negocio es un sobrevivir en un sinvivir y rompernos la cabeza por sacar adelante unas tierras duras, por las que sentimos un amor infinito, y que un dislate de ruina y locura, en un delirio, llamamos «nuestro» a un campo que no poseemos y que él sí nos posee. No hay millonarios en el negocio del campo. Sí hay millonarios que compran campo. Y que incluso se gastan fortunas en él. ¡Bienvenidos sean! Y benditas sus inversiones. Mejor que se lo gasten ahí que en hacer ruidos en la Fórmula 1 (por ejemplo). Siendo muy libres quienes prefieran esos ruidos.

Allá consuele sus miserias quien no haya escuchado el rumor de las olas, la brisa de la tarde al temblar las hojas, los grillos de noche, o los pájaros de amanecida.

Pero no. No hay millonarios que se hagan con el campo. El mundo agrícola y ganadero languidece. Va en un declive que amenaza la extenuación. Y la caza de su mano. Bueno millonarios… En el campo sí. Pero en otros campos. En el campo de la construcción, en el del comercio…

Profesiones con futuro: concejales de urbanismo, sindicalistas, manejantes de fondos, profesores de cursos para parados, compradores de material sanitario… Ahí hay nuevas y rápidas fortunas. Y trapicheos con la legalidad… En mi caso quiero evocar el recuerdo de los que nos precedieron. Aspiro a recordar e intentar que no muera esa forma española de ser. No quiero que caigan en el olvido los usos y costumbres de este pueblo que fuera el asombro del mundo entero y que hoy vergonzantemente quieren olvidar cuatro ratas desarrapadas en chándal y coletas. Basta ver la política que durante siglos se siguiera en «las Indias». Al contrario que los ingleses que arrasaban todo robaban lo que podían y mataban a los nativos. Nosotros replicábamos nuestras ciudades y nuestra cultura. Les dábamos derechos. Respetábamos su lengua. Construimos universidades, hospitales. Unas ciudades hoy patrimonio de la humanidad donde los españoles de ultramar vivían mejor que en la metrópoli. Vivía mejor un mexicano que un parisino en 1800. Bien es cierto que luego se rebelaron. Y borraron todo eso y reescribieron una historia inexistente para justificar «la libertad». Nada hace pensar que esa doctrina social que siempre ha guiado nuestra civilización no fuera la misma aquí dentro que en ultramar. Nada. Más allá de las patrañas urdidas por los marxistas para justificar su revolución.

Yo he vivido un campo en las postrimerías de la pobreza, pero no había miseria. Miseria había en las ciudades. En el campo todos tenían un pan, unos garbanzos o un conejo para comer. Que venía a ser lo mismo que comíamos en mi casa. Y que a veces sabía mucho peor. No tengo por qué esconderme y aceptar supercherías, caricaturas aceptadas como ciertas. Mentiras convenientes que degraden el orden secular, para que tenga cabida el nuevo orden que viene a redimir. Ya sea el orden marxista o el nacional sindicalista. Las mentiras elevadas a dogmas por la leyenda negra nos alejaron de los pueblos hermanos de América. Y bien es verdad que desde que «hallaron la libertad» no levantan cabeza. Las mismas mentiras elevadas a dogmas trajeron la República. Y el Frente Popular. Basta ya. No hay que esconderse. Solo hay que leer. Tanto el nacionalismo como los prejuicios se curan viajando.

La gente del campo vivía mucho mejor en ese mísero siglo XIX, donde aún no nos llegaba la industria, que nuestros jóvenes hoy. Explotados trabajando 14 horas por una miseria. Desde camareros a auditores. Desde transportistas a bicicletas de Glovo. Gentes con carreras y masters que aceptan tal trabajo o emigran. Y eso lo ven bien. Gentes burdas, pancistas que aspiran a colocar a su hijo «de funcionario» porque se trabaja poco y el sueldo es seguro. Y no te echan nunca. Y a poder ser a pintarse el pelo de morado y montar una ONG para salvar a alguien. El problema es que nadie quiere que le salven. Allá se las vean quien les sigan y les voten. Viendo lo que hacen, están bien representados.

Intentan amedrentarnos llamándonos caciques. O marqueses. Y yo me río. Somos respetados en el campo. Y así fue desde hace generaciones. Nuestras gentes del campo con quienes tenemos una relación que excede en mucho lo laboral y cruza el umbral de la cercanía familiar. Y que nos compromete cuando llegan las enfermedades y las operaciones, los matrimonios de los hijos, los coches, los avales. Una vida que ellos saben que no da para mucho.

Pero una pequeña riqueza que les llega y una vida en armonía y felicidad. El medio millón de gentes que marcharon de naranja a nuestro lado nos vitoreaban. Y esos son los que me importan. Por esos doy mi vida. Ninguna mirada torcida.

Las autoridades nos limitaron los animales a una pequeña representación. Y yo era un poco ellos y ellos eran un poco yo. Los otros, en cambio, dicen llamarse «demócratas». Y aluden al derecho que tiene el votante a elegir… quien le robe. Que viene a ser una forma de vida lucrativa y poco ejemplar. Eternos descontentos. Su sed insaciable y su envidia exceden sus capacidades. Por ello lo tienen que tomar caminos torvos. O vomitar su miserable frustración cuando toman conciencia de ser tan ruines y miserables. Todos en los arrabales de la gran ciudad.

Algunos, progresan. En pocos años de robo se compran un chalet en Galapagar. La diferencia es que ellos no pueden salir a la calle. Les odian.

  • El conde de Teba es arquitecto y ganadero