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Un hermoso recuerdo

Acabé descubriendo que nadie está nunca solo del todo, que siempre hay alguien que aun en los peores momentos nos ayuda y nos protege o vela de alguna forma por nosotros

A principios de los años ochenta, mi madre estaba especialmente preocupada por mí, porque veía que en aquella época yo no tenía prácticamente ningún amigo ni nadie con quien poder hablar o con quien salir de vez en cuando a dar una vuelta. Yo tenía entonces veinte años.

Un día, mi madre se puso en contacto con una vieja conocida suya, cuyo único hijo se encontraba en una situación personal muy parecida a la mía, y ambas pensaron que quizás sería bueno que tanto ese joven como yo nos conociéramos para ver si de ese modo podría acabar surgiendo una amistad. Así que, finalmente, un día quedamos los dos para ir a dar un paseo y charlar. La verdad es que aquel primer encuentro fue muy agradable y que ese joven me pareció una buena persona.

Una circunstancia que me llamó especialmente la atención fue el hecho de que él fumase regularmente en pipa, a pesar de tener más o menos mi misma edad. En aquel tiempo, yo creía, no sé muy bien por qué, que solo fumaban en pipa las personas mayores. Los dos charlamos aquel primer día sobre diversas cuestiones, y cuando nos pusimos a hablar de música, él me dijo que sus cantantes favoritos eran Simon & Garfunkel, que me recomendó de forma apasionada. Curiosamente, en aquel momento yo aún no conocía mucho a ese mítico dúo, a pesar de que ya entonces me fascinaba por completo la mayor parte de la música soul, rock, pop o folk de los años sesenta.

Seguí su recomendación y empecé a escuchar a Paul Simon y a Art Garfunkel. Paralelamente, gracias a un pase televisivo de la película El graduado pude ampliar mi conocimiento del popular dúo norteamericano, que con el tiempo acabaría gustándome mucho. Como es sabido, la excelente banda sonora de aquella obra maestra rodada por Mike Nichols en 1967 había sido compuesta, al menos en parte, por Simon & Garfunkel, con la presencia de canciones hoy ya legendarias como The sound of silence o Mrs. Robinson. Personalmente, la canción que más me gustaba de todas las que aparecían en la película era Scarborough Fair, que más adelante supe que realmente no era una composición original de esos dos grandes cantautores, sino una adaptación de una canción popular tradicional inglesa de origen medieval.

Scarborough Fair se escucha en una de las escenas más hermosas de El graduado, cuando el joven Benjamin (Dustin Hoffman) decide de forma improvisada ir a ver a la joven de la que está enamorado, Elaine (Katharine Ross), que está estudiando en la Universidad de Berkeley. Benjamin va al encuentro de Elaine mientras de fondo escuchamos esa muy tierna y melancólica canción de amor, cuyos orígenes se remontan al parecer al siglo XII. «¿Vas a la feria de Scarborough? Perejil, salvia, romero y tomillo. Dale recuerdos a alguien que vive allí, a aquella que una vez fue mi amor verdadero», nos dice al inicio de la canción el joven que ha sido abandonado por su novia. Mientras escuchamos ese romántico tema en la película, deseamos, igualmente imbuidos de ese dulce romanticismo, que pueda haber un reencuentro feliz entre Benjamin y Elaine.

Si de algún modo fuera posible poder vivir en el interior de una canción, del mismo modo en que vivimos en una ciudad concreta o en una época determinada, me gustaría poder vivir en el interior de Scarborough Fair, al menos durante un tiempo, porque esa hermosísima canción me provoca una agradable sensación de sosiego y de paz, de paz conmigo mismo y con el mundo, porque me arropa y me acoge como lo haría una nana. Una nana llena de ternura y de amor.

Si además de poder vivir mágicamente en una canción, fuera también posible hacerlo una y otra vez en el interior de un año concreto, seguramente me gustaría que ese año fuera 1967, al menos también durante un tiempo, pues 1967 tenía en casi todo el mundo algo de luminoso, de especialmente creativo, de prometedor e ilusionante, a modo de preámbulo de un posible futuro seguramente más justo y mejor. Por desgracia, muy poco tiempo después, entre finales de los sesenta y principios de los setenta, casi todo ello se acabaría difuminando o perdiendo, en algunos casos ya para siempre. O al menos yo lo percibo ahora así.

En la actualidad, cuando escucho Scarborough Fair o cualquier otro gran tema de Simon & Garfunkel, pienso a menudo en aquellos años y también en aquel joven tan especial que conocí hace ya casi cuatro décadas. La amistad que mi madre tanto deseaba entonces para mí no llegó a cuajar, pero no por culpa de ese agradable y amable joven, sino seguramente porque en aquel momento de mi vida yo andaba aún un poco desorientado y perdido.

A principios de los años ochenta, no sabía todavía muy bien cómo iba a ser mi futuro más inmediato o qué camino vital tomaría finalmente, y por eso de algún modo prefería seguir estando más o menos solo. Aun así, todavía hoy recuerdo con enorme gratitud todo lo que aquel joven me ayudó entonces, quizás sin ser él mismo plenamente consciente de ello. Gracias a él y a otras buenas personas que igualmente fui conociendo luego a lo largo de los años, acabé descubriendo que nadie está nunca solo del todo, que siempre hay alguien que aun en los peores momentos nos ayuda y nos protege o vela de alguna forma por nosotros.

Josep María Aguiló es periodista