Votando en contra
No es solo que la gente desconfíe crecientemente de la política y los políticos. Es que es difícil encontrar entre los alumnos más brillantes de cualquier carrera universitaria a chicas y chicos que se quieran dedicar a la política
En aquellos días de universidad, por 1980 o así, la democracia se estaba haciendo. Recuerdo que cualquier cosa que nos pareciera mal necesariamente era antidemocrática y el recurso a la huelga era casi inmediato.
Una huelga de estudiantes que viví se desencadenó porque se adelantó el horario de cierre de la cafetería de una facultad. No podía haber nada más antidemocrático, claro. Lo mismo también era inconstitucional.
Todo se votaba; era lo que tocaba ya que nos habían contado que antes no se votaba nada. Pero el asunto llegaba al disparate cuando, estando a punto de votar, alguien decía que primero había que votar «si íbamos a votar». Y aquello era interminable. Y todo eso para votar sobre cosas, en muchas ocasiones, de nula trascendencia como el color de la camiseta de fútbol de la facultad, de entre las opciones que se presentaban. Había ganas de votar y se votaba.
A su vez eran tiempos de ir en contra de todo. Estrenábamos libertad y todo lo que sonara un poco autoritario chirriaba. Las canciones y los cantautores del momento nos inspiraban mucho.
A su vez, viendo con perspectiva aquella época parece que se votaba más o menos aquello que uno quería «que saliera», con mejor o peor fortuna al final. Y además, en los sondeos la gente que era abordada decía más o menos lo mismo que tenía en la cabeza.
Pero todo esto ha cambiado. Fallan los sondeos de opinión por muchas razones, pero también porque las personas aprovechan para mandar mensajes (al que los quiera oír) a través de este medio. En cualquier investigación hecha por los institutos de mercado parece ser que la gente expresa «a quién votaría», pero sin el compromiso del voto real. Cuando llega el momento de verdad, el de papeleta, parece que tiembla la mano y acabas votando eso de «lo menos malo», «el voto útil» o «los otros me dan miedo» con lo que las encuestas fallan como escopetas de feria y hay enormes sorpresas al final.
En resumen, que se vota «para que no salga» otra persona. Todos sabemos que esto es a lo que hemos llegado. Se vota «en contra».
No sé si es un alivio pero estamos viendo lo mismo en otros países. En Francia, de corazón, varios millones de personas querían una opción radical y que prometía cambios profundos en la sociedad, pero cuando llegó la hora de la verdad la papeleta escogida fue otra.
Lo malo de votar así, de esta forma tan desapasionada, es que el votante está decepcionado desde el primer momento; no se siente representado y las políticas que se adoptan las rechaza. Si a eso le unimos la larga sucesión de escándalos en los que han estado metidos algunos políticos en los últimos años es cuando llega el otro concepto en boga: la desafección hacia la clase política. Que tiene otros efectos negativos.
No es solo que la gente desconfíe crecientemente de la política y los políticos. Es que es difícil encontrar entre los alumnos más brillantes de cualquier carrera universitaria a chicas y chicos que se quieran dedicar a la política, del mismo modo que es casi imposible encontrar a profesionales potentes tanto en el área pública como privada que ofrecen su saber para convertirse en «servidores públicos» por un tiempo. Aquí sí que existe una diferencia respecto a otros países: servir de esta forma a tu país no comporta grandes ingresos, pero aporta una enorme reputación por una gestión pública bien hecha. Y lo normal es que, habiendo dejado la política, venga el retorno de ese tiempo «ofrecido generosamente» ostentando posiciones importantes de influencia con una gran remuneración económica.
De esta forma los mejores se sienten invitados a salir un tiempo de su actividad y entregarse al servicio público.
Nos iría muy bien si encontráramos alguna forma de que «los mejores» miraran con más afecto la política. Aunque se entiende su desdén.
- Tino de la Torre es empresario y escritor