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tribunaMiguel Aranguren

La biopolítica era una orgía

La biopolítica es la cadena que va estrangulando al ciudadano, ciego a la perversidad de quienes convierten lo abominable en una fiesta

Alfredo Marcos, catedrático de Filosofía de la Ciencia, describe en las páginas de la revista Misión, un término de nuevo cuño, biopolítica, imprescindible para hacer un juicio ponderado del devenir en los países de occidente, donde los ciudadanos hemos otorgado a los gobernantes y representantes públicos una facultad extraordinaria para el diseño de un mundo nuevo, pero no en el sentido de la arcadia del bien, la bondad y la belleza. Nuestra pasividad a la hora de que las administraciones se coman el espacio de nuestra libertad, es una dejación imperdonable. Ocupados en avanzar en una loca carrera en la que cada zancada está ocupada por lo urgente, no nos damos cuenta de que somos víctimas de unos trileros que, además de nuestra cartera, se están llevando la dignidad que nos corresponde.

Dice el profesor Marcos que la biopolítica es aquella que se encarga de la elaboración de las nuevas leyes «que afectan a la vida (…) en el sentido biológico, no en el biográfico: la gestión de los espacios naturales, la legislación sobre los animales, las prioridades en la investigación biomédica (…) la vida humana, la procreación, la sexualidad, la enfermedad y la muerte». A priori, este listado me resulta ponderado, pues si la biopolítica plantea una nueva legislación para la vida, qué menos que esta afecte a la protección de la naturaleza, en especial de los seres vivos, con principal protagonismo del hombre. También es plausible que los representantes del pueblo tengan interés en la procreación y la sexualidad de sus ciudadanos, más aún de sus enfermedades y la muerte que a todos llega. De hecho, quienes nos representan tienen una única obligación: velar por los intereses individuales y comunitarios, en los que se comprende la primacía de los biológicos para que, acto seguido, podamos hablar del hoy y el ahora.

En colegio me enseñaron el rudimento ontológico de que el ser humano es social por naturaleza. Por tanto, necesitamos a los demás. En nuestro ADN palpita el principio de pertenencia, que da razón de ser a las instituciones fundamentales de las sociedades de todos los tiempos: linaje, matrimonio, hijos, clan, tribu, aldea, pueblo, barrio, ciudad y comunidad de vecinos. Por necesidad de organización, damos cuerpo a algunas instituciones representativas, a las que otorgamos autoridad para que garanticen la paz, la seguridad, la justicia y la prosperidad. Están claros los límites a los que quedan sometidos los gobernantes, límites que hoy han cambiado a cuenta de la comodidad del individuo aburguesado, que prefiere que sean otros los que piensen y actúen por él. «¡Para eso los pago!», es el estúpido argumento de quien prefiere que los políticos se responsabilicen hasta de llenar su nevera. Y aprovechándose de esta irresponsable dejadez, se extiende la carcoma de la biopolítica.

Lo advirtieron por escrito personas intelectualmente tan lúcidas como san Juan Pablo II, que tras analizar el plan de destrucción de la civilización judeocristiana, quiso poner en guardia no solo a los millones de fieles de la Iglesia católica. Aquel hombre magno, que contaba con la mejor red de información, deseaba poner en posición de alerta a todos los hombres de buena voluntad. La biopolítica había empezado a extender sus tentáculos envolventes muchos años antes de que el cónclave eligiera a aquel sacerdote que venía «de un país lejano».

Los puritanos de la dictadura del estado del bienestar se llevarán las manos a la cabeza si afirmo que hubo un plan, bien trazado por esos organismos internacionales que se fueron llenando el aire de discursos fatuos y altísimos presupuestos una vez se alcanzó el armisticio de la II Guerra Mundial. Al tiempo que acumulaban discursos, fueron tejiendo un tipo de hombre desarmado de principios, al que el Estado puede manejar como a una marioneta.

La biopolítica ha logrado contagiar las ideologías por ósmosis, a la velocidad de una eficacísima propaganda que acalla la conciencia y debilita la inteligencia. Poco importa lo evidente: que la vida comienza y acaba según el dictado de la biología; que salvo casos excepcionales y poco habituales, el sexo lo define la genitalidad, que construye los elementos determinantes de cada persona; que la familia solo puede originarse mediante la unión estable y duradera entre un varón y una mujer, y que su fin es la procreación y educación de los hijos; que el hombre tiene un anhelo trascendente de eternidad; que existe una verdad inmutable… Lo único que vale es la ley, capaz de imponer que la sombra es luz y que la luz es sombra, toda una enciclopedia de absurdos que desmigan la razón y corrompen la inocencia de los niños, a quienes embarca en los más depravados experimentos como si fuesen ratitas de laboratorio.

La biopolítica es la cadena que va estrangulando al ciudadano, ciego a la perversidad de quienes convierten lo abominable en una fiesta. Pero se romperá, no tengo dudas, como se han roto cada intento de los poderosos por rediseñar la naturaleza humana. Lo triste será –me duele decirlo– el reguero de víctimas que corra con los gastos de la orgía.

  • Miguel Aranguren es escritor