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TribunaJosé Ignacio Palacios Zuasti

Cinco días de julio

Arzalluz y Garaikoetxea no podían disimular su desagrado por la reacción del pueblo allí congregado en eso que se llamó «el espíritu de Ermua» y por ver a ETA acorralada

El 6 de julio de 1997, con Ortega Lara y Cosme Delclaux fuera de los zulos etarras, comenzamos con optimismo en Pamplona las Fiestas de San Fermín. Cuatro días después, cuando estábamos viviendo el ecuador sanferminero, al filo de las dos de la tarde, en la plaza del Castillo, me encontré con mi amigo Carlos Iturgaiz, presidente del PP Vasco, que iba acompañado del presidente del Gobierno navarro, Miguel Sanz, y su esposa, Villar. Nos fundimos en un gran abrazo. Estaba feliz, disfrutando de un día en la Fiesta. Dos horas después, una llamada telefónica interrumpía su sobremesa, le advertía del secuestro de Miguel Ángel Blanco y le hacía salir a toda prisa para Ermua, para acompañar a los padres del concejal. Antes de la corrida de esa tarde, el director general de Interior del Gobierno de Navarra me informó de lo sucedido y vimos que tenía mal cariz, por lo que pronto me recogí en casa.

Al día siguiente, día 11, con la oposición de Javier Arzalluz, presidente del PNV, que no veía motivo para interrumpir sus vacaciones, se reunió el Pacto de Ajuria Enea y mientras eso sucedía en Vitoria, el presidente y los consejeros del Gobierno de Navarra que estábamos en Pamplona, permanecíamos reunidos en el Palacio de Navarra, como lo seguiríamos haciendo hasta el día 14, tomando decisiones, como la de pedir a HB que exigiera la liberación del concejal, y esperando acontecimientos en esa carrera contra el reloj de la sinrazón. Ese día, aunque se celebró la corrida de toros, el palco del Gobierno de Navarra estuvo vacío y en él se colocó un gran lazo azul.

El sábado 12, con mi compañero el consejero Calixto Ayesa, acudí a la manifestación celebrada en Bilbao, probablemente la mayor de todos los tiempos realizada en esa ciudad, en la que se vieron muchas manos blancas y se oyeron gritos de «libertad», «ETA, escucha, aquí tienes mi nuca» y «vascos, sí, ETA, no». Cuando finalizó, con Ricardo Hueso, que había sustituido como presidente del PP de Guipúzcoa al asesinado Gregorio Ordóñez, y con los compañeros de esa provincia, nos fuimos a comer. La conversación fue intranscendente hasta que a la hora en que se cumplía el plazo dado por los terroristas, todos, a la vez, miramos nuestros relojes. En ese momento comenzaron a sonar los teléfonos con la terrible noticia y, llorando, emprendimos el regreso a Pamplona. Allí, el Gobierno de Navarra suspendió la corrida de toros y, después, el Ayuntamiento suspendió las fiestas veinticuatro horas. Esa tarde, delante del Palacio de Navarra, 30.000 personas se reunieron para gritar «Basta ya», «Todos somos Miguel Ángel» y «HB, da la cara». Y la noche de ese sábado sanferminero fue tensa pues, mientras los radicales la emprendía a botellazos contra los que protestaban por el asesinato, la Policía tenía que proteger la sede batasuna.

El domingo 13, con el encierro suspendido, los mozos sustituyeron la carrera por una manifestación de protesta entre la plaza Consistorial y la plaza de toros y, al término de esta, se reprodujeron los incidentes. Mientras tanto, el Gobierno seguíamos estando reunidos de manera permanente y, al mediodía, en la Capilla del Palacio de Navarra celebramos una Misa íntima por el alma de Miguel Ángel.

El lunes 14, la sesión de Gobierno se adelantó a las ocho de la mañana y, a continuación, el presidente, Ayesa y yo viajamos a Ermua para asistir al funeral y entierro de Miguel Ángel. Fue impresionante la cerrada ovación que la gente que abarrotaba las calles nos dio cuando nos bajamos de los coches y nos reconocieron como del Gobierno de Navarra. Después del funeral, presidido por el Príncipe Don Felipe, detrás del féretro, fuimos andando hasta el cementerio. Inmediatamente delante nuestra caminaban juntos Arzalluz y Garaikoetxea, que no podían disimular su desagrado por la reacción del pueblo allí congregado en eso que se llamó «el espíritu de Ermua» y por ver a ETA acorralada porque, como escribiría Arzalluz en su autobiografía: «Fueron ellos (ETA) los que consiguieron aquella movilización sin precedentes (…) De modo que el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco alcanzó la repercusión que tuvo porque la propia ETA se puso la zancadilla (…) Fue entonces cuando dejamos de ser ambiguos para convertirnos directamente en cómplices».

Ya el sábado 12, el día de la ejecución del concejal, Arzalluz le había advertido a Iturgaiz: «Ahora estamos todos subidos en la cresta de la ola, pero no olvides que la ola bajará y, cuando baje la ola, tomaremos cada uno nuestro camino». ¡Y claro que lo tomaron! Un año después, los partidos y sindicatos nacionalistas suscribieron con la banda terrorista ETA el Pacto de Lizarra, que consistía en la adhesión al programa soberanista a cambio de una tregua de cuatro meses, ampliable. Con él se finiquitó «el espíritu de Ermua» y se logró que Herri Batasuna pasara de estar aislada a estar en condiciones de formar mayorías en el Parlamento vasco. Y mientras esto sucedía, los concejales y los cargos del PP, del PSOE y de UPN teníamos que ir con una escolta que, ante la voracidad asesina de ETA, apenas garantizaba nuestra vida, siendo demasiados los compañeros que, en los años siguientes, dando un ejemplo de gallardía, de valor y de defensa de los principios, tuvimos que enterrar.

  • José Ignacio Palacios Zuasti fue consejero del Gobierno de Navarra (1996-2006)