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TribunaRodrigo Ballester

Roe vs Wade: elogio de la neutralidad

Últimamente, la ideologización se ha convertido en una ofensiva a cara descubierta para colonizar el espacio público y adoctrinar sobre la base de un supremacismo moral que no admite quién le tosa

Por el revuelo causado, por su eco planetario y, claro está, por ser una victoria sin precedentes del movimiento provida, la decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos del 24 de junio que anula Roe vs. Wade es, a todas luces, histórica. Y, de hecho, por mucho más. Leyendo la decisión con detenimiento nos percatamos de que tiene recorrido más allá de la de la cuestión esencial del aborto, que ya es decir.

En los tiempos de mesianismo político que le toca vivir a Occidente, en los que los dogmas progresistas parecen levitar por encima de las reglas del juego, los jueces supremos norteamericanos se han atrevido a recordar algunos principios esenciales resumidos en, a mi juicio, la frase mas relevante del fallo: «La Constitución no prohíbe a los ciudadanos de cada estado regular o prohibir el aborto. Roe y Casey se arrogaron esta facultad. La Corte anula estas decisiones y devuelve esta facultad al pueblo y a sus representantes elegidos». Alto y claro. En primer lugar, los jueces son jueces, no legisladores, su papel es interpretar la ley, no dictarla al albur de sus propios valores. Segundo, cada poder central debe respetar a rajatabla las competencias de sus respectivos estados y no arrogárselas sin un mandato claro y explícito.

Un elogio a la neutralidad judicial y al respeto a las reglas del juego más allá de las convicciones, ésta es precisamente la idea central de esta sentencia. La Constitución americana es neutra respecto al aborto, no lo menciona ni por activa ni por pasiva, este «derecho» no está cubierto por la decimocuarta enmienda y Roe vs. Wade fue una aberrante extralimitación de poderes que el propio Tribunal consintió y que jamás debió producirse. Un «mea culpa» en toda regla lamentando que sus predecesores se decantaran por una ideología minoritaria (en 1973, el aborto estaba prohibido en 75 por ciento de los estados) sin una base legal clara en la Constitución americana. Un cambio jurisprudencial que pone fin a una deriva de activismo judicial, refuerza la separación de poderes y devuelve a los estados federados una prerrogativa que les fue usurpada sobre la base de juicios más morales que jurídicos.

Unos postulados que, por cierto, no comparten en absoluto los jueces progresistas del Tribunal cuya opinión disidente es más una defensa a ultranza del aborto que una argumentación jurídica rigurosa para sostener que la Constitución lo ampara. Neutralidad vs. mesianismo, principios jurídicos vs. certezas morales, subsidiariedad vs. centralismo, éstos son los verdaderos términos de la encrucijada política y legal que dividía al Tribunal Supremo y cuya mayoría conservadora acaba de dirimir con una lectura literal de la ley, no con una interpretación que permita imponer una visión determinada.

¿Dónde se sitúa Europa en este debate? Salvando las distancias (el Viejo Continente no es un país, ni falta que le hace) me temo que está sumida en la era del activismo judicial, del centralismo por decreto y del mesianismo político. Por ejemplo, no le ha faltado tiempo al Parlamento Europeo para adoptar con una amplia mayoría una resolución (tan militante como delirante) condenando al Tribunal Supremo de un país tercero, declarando que la prohibición del aborto afecta en particular al colectivo LGBT (tal cual) y pidiendo que se incluya el aborto en la Carta Europea de Derechos Fundamentales a sabiendas de que es una competencia nacional. Algunos objetarán que un Parlamento no es neutro por definición. Correcto, pero esto no implica que ignore olímpicamente su propio marco de competencias y se deje llevar por un supremacismo moral que pretende avasallar e imponer.

Además, ni el Tribunal Europeo de Justicia ni la Comisión Europea se libran de estas derivas. Si el primero es un órgano que suele hilar fino en temas técnicos, su sesgo federalista en asuntos más políticos o su tendencia a interpretar el derecho europeo con más imaginación que rigor jurídico son de sobra conocidos. La Comisión, por su parte, parece asumir cada vez con más desparpajo el papel de autoridad moral, confundiendo su mandato original con la defensa de unos valores que utiliza a veces como coartada para saltarse sus propias competencias. Por no hablar del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (del Consejo de Europa, no de la UE) que sobre la base de una convención genérica y vaga a más no poder ha construido sin reparos un corpus jurídico intrusivo y detallado en el que la ideología se disfraza demasiadas veces con la piel de los derechos humanos.

No nos engañemos, desde hace décadas, el mundo occidental padece un proceso constante de ideologización. Últimamente, se ha convertido en una ofensiva a cara descubierta para colonizar el espacio público y adoctrinar sobre la base de un supremacismo moral que no admite quién le tosa. En gran medida, ya lo ha conseguido en colegios, universidades, medios de comunicación y hasta en las instituciones. No se trata de responder a esta colonización con otra. Se trata de mantener la neutralidad de unas instituciones que se diseñaron como baluartes para que la lucha de ideas legítima en una democracia siga ciertos cauces. Es exactamente lo que ha recordado el Tribunal Supremo americano, haciendo una valiente autocrítica y un brillante elogio a un valor que es una garantía al juego limpio democrático: la neutralidad. Tomemos nota en Europa antes de que un creciente mesianismo acabe por dividir, o destruir, este magnífico invento llamado Unión Europea.

  • Rodrigo Ballester fue funcionario europeo y dirige el Centro de Estudios Europeos del Mathias Corvinus Collegium en Budapest